Entre más alto te encuentres, menos oxígeno habrá para que respires. Eso, por obvio que parezca, explica tantas y las más variadas cosas. Pensemos, a guisa de ejemplo, en lo evidente: quizá no te has enterado, o quizá lo has escuchado, pero no le has dado la más mínima relevancia –lo que no es extraño en estos tiempos que tanta información llega a nuestras manos-, pero las cabinas de los aviones se presurizan, precisamente, para que allá arriba, a altitud crucero, no tengas que enterarte –perder el aliento diría yo para hacer más apropiada la referencia– de que en la comodidad de un vuelo comercial hay de todo –más si tu asiento está en primera clase-, pero no aire para tus pulmones.
Otro caso es el de los alpinistas, principalmente aquellos que se han aventurado a las cimas más elevadas –los ochomiles, como ellos les llaman-. Pues bueno, resulta que quienes osan llegar hasta tales cumbres, lo hacen casi siempre con la ayuda de tanques de oxígeno, pues en la de por sí demandante labor de escalar pendientes tan escarpadas, la escasez del vital gas suele ser tan peligrosa como el vacío que invariablemente les acompaña por cada metro que ascienden.
Ya más en corto, metidos en los predios de quienes no hacemos más faena que eventualmente visitar a la familia que vive en las faldas de alguna sierra; ese mareo, esa náusea, ese palpitar descontrolado de nuestras sienes, esa sensación de ahogo o insuficiencia, tiene por origen tal variación en la densidad del oxígeno circundante. “Mal de montaña” suelen llamarle, aunque ya cada quien podría evaluar si adicionalmente no hay otro tipo de resistencia, esta social y no fisiológica, para acudir a ciertos llamados familiares.
Plantados en tierra firme todos sabemos que arriba está el cielo –observen, por favor, que lo he escrito con minúscula, pues no me refiero a ese mítico sitio donde nos han dicho moran todos quienes han partido del plano de los vivos-. Y sabemos, porque si no en la escuela alguien nos lo dijo de niños, que el cielo forma parte de nuestra atmósfera. La atmósfera, esa capa gaseosa que rodea a la Tierra –en realidad, no se dejen engañar, todos los cuerpos celestes tienen su atmósfera, pero de momento solo estoy hablando de nuestro planeta– está estratificada; y se integra, como las capas de una cebolla, por la troposfera –en estricto sentido lo que nosotros conocemos como cielo-, la estratósfera, la mesosfera, la ionosfera y finalmente, la exósfera. Después de la exósfera solo queda –aquí, por favor, coloquen en sus mentes un poco de música de misterio– el espacio exterior.
¿Pero y dónde comienza el espacio exterior? Aquí, como en casi todo, la noción dependerá de cómo hemos construido tal concepto en nuestras mentes. Habrá quienes piensen de inmediato en planetas y galaxias lejanas; habrá quien se remita a la imagen de una luna rozagante surgiendo por el horizonte. Una idea y la otra estarán en lo cierto en cuanto a que ambas ya se encuentran en el espacio ultraterrestre; pero no aciertan en establecer la referencia a partir de la que podemos afirmar que tal o cual evento ocurre más allá de los límites de nuestra exósfera.
Como es costumbre en nuestra especie, ha sido una fiesta aparte fijar un punto de acuerdo en esta materia. Criterios, como en todo, ha habido a granel. Muchos de ellos impulsados desde la perspectiva netamente científica y otros, raro si no, viciados desde el interés geopolítico de las potencias que han visto en el espacio exterior un medio más para fincar sus apetitos de dominio. Por suerte y con un poco de ánimo, la humanidad ha logrado unir ciertos criterios que, no sin cierta resistencia, han fijado un punto de partida más o menos claro para sentar –tras largas negociaciones– las normas internacionales que regulen el uso armónico del espacio exterior por parte de la humanidad.
Fácil sería decir que el espacio ultraterrestre comienza ahí donde ya no hay oxígeno que respirar, pero hacerlo, aunque didáctico, terminaría por ser rotundamente impreciso. Basta decir que, y esto en plena superficie terrícola, todos hemos sido testigos de alguna pareja cuya voluntad de preservarse juntos solo radica en el placer de asfixiarse el uno al otro –me refiero al hecho de hacerse la vida imposible-, sin que por ello podamos afirmar que su vínculo, carente de oxígeno, sea de naturaleza espacial. En otras palabras, la ausencia de oxígeno, si bien factor, no es el elemento idóneo para determinar dónde acaba una cosa y dónde comienza la otra, en este caso, la atmósfera y el espacio. Ahora bien, como meternos en el rollo de las densidades, las composiciones químicas y demás cosas solo al alcance de contadas mentes estudiadas y privilegiadas nos llevaría horas y felices días, sin descontar los infelices desacuerdos, pues hubo una vez un científico estadounidense de orígen húngaro llamado Theodore von Kármán, que, habida cuenta de que se trataba de un asunto mucho más complejo que identificar dónde acaba el blanco y dónde comienza el negro, estableció que el límite de nuestra atmósfera se encuentra a cien kilómetros de altura partiendo del nivel del mar. A esta línea, vaga, difusa y lo que quieran, se le conoce como la “Línea de Kármán” y es, aunque en su vida hayan escuchado de ella, de vital importancia.
¿Y a razón de qué –preguntarán– he tocado el tema en esta ocasión? Pues para despertar su curiosidad –y si no las de ustedes, las de sus hijos-. Para, digamos, involucrarlos en asuntos y temas que, antes de lo que se imaginan, tendrán una relevancia mucho más grande que la suerte de la protagonista de cualquier telenovela que hoy en día estén viendo. Detrás de la Línea de Kármán no solo hay implicaciones científicas, sino jurídicas, que, creámoslo o no, a todos nos van a involucrar en el futuro cercano. Desde el calentamiento global y la expansión de la exósfera, hasta una eventual nueva Guerra Fría, pronto todos escucharemos hablar con más frecuencia de la Línea de Kármán.
¿Se enteraron de los objetos voladores no identificados que recientemente fueron derribados en espacio aéreo de los Estados Unidos y Canadá? Bueno, pues por ahí va, digamos, la cosa. ¿Interesante, no?