Es la primera cita. Se trata, como suele ser en estos casos, de una cita a ciegas. Me mueve, como es natural en todo evento de tales características, cierto afán, algo de urgencia y mucho de desesperación. Nadie, cuando menos a mis años, se embarca en aventura alguna si no es para saciar alguno de esos demonios, así que acepté el encuentro sin importar que fuera al otro lado de la ciudad. Para qué fingir, lo he hecho en ocasiones anteriores, cuando decir al otro lado de la ciudad implicaba al menos cincuenta kilómetros de trayecto. Ahora cuando mucho han sido sólo quince. Nada, pues, que me implique un reto.
El sitio tiene, a primera vista, la pinta de aquellos hoteles característicos del viejo Acapulco. Esos que en el auge de recuperar el encanto del pasado han sido restaurados y actualmente se ofrecen bajo la codiciosa categoría de hoteles boutique. El estilo arquitectónico, concluyo casi de inmediato, no es de mi agrado. Pero no llegué hasta aquí para jugar al crítico, así que sigo la marcha. Estacionarse es un lío aparte. No hay cajones disponibles, en mucho gracias, estoy convencido, a ese ínfimo porcentaje de genética hormiga que se ha colado en nuestro ADN y por el que, visto está, si no hay rastros o señales que delimiten y den guía a nuestro andar, terminamos por hacer de la labor de estacionarse un jodido aquelarre. Me sudan las manos y el corazón se anuncia desde las sienes a un ritmo inusitado. “Ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras de amor…” -comienzo a cantar de un modo por demás imprudente-. Tranquilo, me digo. Estás a tiempo, todavía hay tiempo. No vas a llegar tarde. Finalmente, un joven se ha apiadado de mí y ha salido a reacomodar su auto, que ocupaba la mitad del espacio contiguo, para que yo pueda acomodar el mío. ¿Empatía o sentido común? Le agradezco con una sonrisa al tiempo que con la mano izquierda hago el gesto universal que bien puede ser de agradecimiento o, según el énfasis, una invitación a introducirse algo por cierta parte recóndita del cuerpo. ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo hacer las cosas bien a la primera?
Ingreso al inmueble, me dirijo a la recepción y pregunto por el 316. El vigilante, sumamente cordial, me da las indicaciones precisas: suba por el ascensor hasta el tercer piso. Saliendo, a su mano derecha, hasta el final del pasillo. Así lo hago. Es un corredor largo, alfombrado, con un dejo de pesadez por el aire que, sin circular, se mantiene tibio gracias a la techumbre de acrilico que le deja expuesto al sol y le dota de una apariencia más bien de invernadero. El mal gusto asoma por donde quiera que se mire. Al fondo, en efecto, hay un escritorio y detrás de él, una señorita escondida tras dos pliegos pilosos que tratando de ser pestañas, parecen más bien brochas de la más plástica calidad. ¿No hay quien por caridad les explique que distan de verse bien? Me anuncio y sin más ella me confirma que el doctor me está esperando. Ha llegado la hora. Puedo sentir cómo en el pecho se abre un socavón inmenso. Transpiro, suspiro, ¿acaso expiro? Un jalón de aire y entro al consultorio. Lo hago como quien sabe que saldrá de ahí con algo que contar, deseando que no sean las horas.
El doctor es más joven de lo que pensé. Por alguna razón que debo analizar, mi mente siempre retrata a los especialistas por arriba de los cincuenta años. Este no es el caso. Ni siquiera creo que sea de mi edad. Además, es el primer médico que conozco que tiene las paredes de su consultorio limpias de títulos y reconocimientos. Eso, por contradictorio que parezca, me da la confianza necesaria para abrirme al interrogatorio que comenzó no bien me invitó a tomar asiento. ¿Edad, alergias, fuma, bebe, consume drogas; a qué se dedica, cuándo comenzaron las molestias, está bajo tratamiento, qué medicamentos ha tomado, los sigue tomando; el malestar empeora cuando come, cuando bebe, cuando duerme; ha ido al baño, diarrea, estreñimiento, vómito, mareos, pérdida de apetito…? Una tras otra las respondo con la certeza de que hasta el más mínimo detalle es relevante. Entonces llega la pregunta: ¿Su dolor es agudo?, espeta sin dejar de mirar sus apuntes. Yo lo observo, arqueo las cejas y dudo en la respuesta. Mi mente, que de por sí lleva semanas operando en su versión más caótica y desorientada, acusa recibo de la pregunta, pero no emite intento alguno de respuesta. Y a todo esto, frunzo el ceño en automático, ¿cómo duele un dolor agudo? La verdad, me parece que no lo tengo claro. Sé, por ejemplo, que las palabras agudas se acentúan en la última sílaba y llevan tilde sólo cuando terminan en n, s, o vocal. Y lo sé porque la maestra Margarita, en segundo de primaria, hasta una canción nos enseñó para nunca olvidar las reglas de acentuación de las palabras (entonces viene a mí la tonada de aquella melodía y se instala como un bucle que no tiene intenciones de abandonarme mientras dure la cita médica). ¿Pero en las dolencias aplica lo mismo? Intuyo, a la sazón de una lógica cocinada desde la ignorancia y basada en la experiencia, que hay dolores agudos y graves. ¿Pero los hay esdrújulos? ¿Será que los dolores se pueden dividir también en sílabas y a partir de ello clasificarse en unos u otros como lo hacen las palabras; o sólo se dejan sentir y según la sensación los etiquetamos? ¿La agudez en estos casos es un parámetro de severidad o de impacto? Dicho sea en términos telúricos, ¿es una valoración en la escala de Richter o en la de Mercalli? Así, sin pedir permiso, me apoderé del interrogatorio del que estaba siendo objeto. La cosa es que lo hice en silencio, en mis adentros, tal y como dicen se lleva la procesión cuando uno anda ensimismado de miedos. El médico finalmente dejó de mirar sus notas y me observó directamente como capoteando la respuesta. Se limpió la garganta, dejó la pluma sobre el escritorio y con ese tono paternal que todo especialista desarrolla hacia sus pacientes me conminó a ser honesto. A toda respuesta arqueo nuevamente las cejas, me ensalivo los labios, me acaricio la barba y respondo: Duele de su puta madre, doctor. No sabría decirle si se lo digo desde noción alguna de intensidad o desde la certeza del hartazgo, pero tenga como el mejor de los parámetros que duele de su recontra puta madre y por ello es que he venido a buscar sentencia o alivio. Usted dirá, no sólo le soy honesto, sino que estoy siendo completamente franco.
Me parece que al doctor le ha quedado claro. Sin más trámite me pasa a la sala de exploración y me pone a merced de sus máquinas maravillosas. La vesícula, me dice, todavía brilla de nueva. El hígado ha soportado el embate de antojos y excesos como el gladiador que es. El bazo, el páncreas, el intestino delgado, los riñones, la vejiga, la próstata y demás vecinos se miran bien, con las salvedades de las caricias que dan los años. El colon, en cambio, está considerablemente inflamado, irritado, desgastado y expuesto como soldado desarmado a mitad de un campamento enemigo. En su expansión ha oprimido al estómago y esos son los espasmos (de su puta madre) que me arrebatan el sueño. ¿Es usted nervioso, ansioso, enojón?, pregunta don Gastro. Arqueo las cejas, me ensalivo los labios, me acaricio la barba y guardo silencio. No es necesario decir nada, el doctor ha sabido leer la respuesta.
Dieta, tratamiento y terapia conductual. Hay un intestino que recuperar antes de que sea demasiado tarde. Por lo pronto, sigo sin saber cómo duele un dolor agudo, pero sé que en lo absoluto quiero brincar la barrera hacia los dolores crónicos. Así que, pido que todas las virtudes de la diosa Analgesia sean en mí de una buena vez (ya sé que esa diosa no existe, absténganse), pues necesito salir cuanto antes de este cuadro de mierda (dicho sea de tal forma para ya no insistir con aquello de su puta madre).
Y que conste que no lo digo enojado, sino más bien pidiendo piedad.