[Javier]
Tú la conoces. Berta es muy extraña, voluble, contradictoria. No es la primera vez que me hace algo así. De hecho, creo que ese ha sido el sello característico de nuestros encuentros. Un día aparece, llama así como si nada, te invita a comer o a cenar y sin más, quedas de verla en alguno de sus lugares predilectos. No te lo voy a negar, la pasas de maravilla a su lado. Es una mujer con una conversación extraordinaria y un sentido del humor brutal. En todo momento te trata como si apenas ayer hubieses dejado de verla, como si los meses sin saber de ella no contaran y se esfumaran por la simple gracia de su presencia; o peor aún, fueran obra de tu imaginación. Como la serpiente, que tan pronto ha sometido a su presa se da a la tarea de hipnotizarla como preludio del banquete, Berta tiene el don de envolverte con sus encantos no bien te acercas a ella. Sin mediar palabra, sea por la belleza de sus ojos o por el candor de sus hombros desnudos, te hace renunciar a cualquier intento de reproche. De su conversación acaso puedes inferir lo que ha hecho, dónde ha estado, qué le ha sucedido; pero nunca, ni por asomo, habrá de darte una explicación concreta. Por eso siempre he dicho que no tiene caso acudir a ella en busca de razones o respuestas. Lo suyo es el sinsentido, el misterio, el disparate en el que te enmaraña, la fantasía desenfrenada, el placer inexplicable de saber, no obstante haber sobrevivido a la angustia de su ausencia, que eres afortunado por el solo hecho de ser tú y no otro el que está sentado frente a ella.
[Berta]
La verdad no recuerdo desde hace cuántos años conozco a Javier. Es más, ni siquiera tengo claro cómo o en dónde lo conocí. Vagamente recuerdo que me lo presentó mi prima, pero no logro ubicar si fue en una fiesta, en una comida familiar, o en un antro de los muchos que solíamos frecuentar por aquellos años. ¿Sabes? Últimamente me he preguntado si mi prima y él, tú me entiendes, tenían su rollito, un idilio secreto, un algo que se vio interrumpido a instancias de mis impulsos. Amanda nunca me ha dicho nada y mira que oportunidades ha tenido de sobra. La verdad, no creo que a estas alturas venga y me lo diga, ni yo me veo yendo a preguntarle, así que será mejor quedarme con la duda. En fin, cuando mi prima me lo presentó me dijo que se llamaba Venus y por mucho tiempo asumí que Venustiano era su nombre. De hecho me parece que fuiste tú quien me sacó del error y me aclaró que en realidad se llamaba Javier. Para cuando tu aclaración llegó, para que te des idea de cuánto tiempo viví en la imprecisión y como si ello hubiese sido un impedimento, Javier -el Venus- y yo ya nos conocíamos hasta las carcajadas más clandestinas. No creas que fue algo inmediato. A decir verdad, nos tomó un rato, digamos, romper el hielo. En un comienzo yo renegaba de cualquier interés en él. Me parecía un hombre atractivo, sí, pero completamente opuesto a todo cuanto una niña de familia espera de su príncipe azul. Además yo tenía novio. Un tipo chapado a la antigua, de modales incorruptibles y misa los domingos. Esa clase de hombre con el que las tías y las abuelas dicen te debes casar. Se llamaba Benito y no era mala persona, pero era aburrido, ¿me entiendes? Caballeroso, pero soso. Insípido. Pleno de esa corrección que oxida la imaginación y yo de pronto, sin todavía haber cogido pistola alguna, ya le iba agarrando gusto a la ruleta rusa. Así que, aprovechando que Benito había ido a un retiro con su familia, llegó el día en que se juntó el hambre con la necesidad, o lo que fue lo mismo el Venus y yo. Él con las manos llenas de la pólvora que a mí me hacía falta y yo con el fuego indispensable para hacer de eso un resplandeciente artificio. Discúlpame si no entro en detalles. Supongo que es por los detalles que has venido, pero aunque no lo creas, algo de recato guardo para estos casos. Basta decir y te pido que eches a andar la imaginación sin recato ni límite, que su presencia se convirtió en un inesperado putazo de adrenalina al que nunca fue complicado tomarle gusto, cuando no adicción. Lo suyo era ponerme justo donde yo quería y lo hacía con tal facilidad que al final, tras ese placer hasta entonces desconocido, sobrevenía un jodido miedo que paralizaba. Por ello, tras sendas sobredosis de sus besos, opté, echando mano de la poca madurez que por entonces ya había construido, por recurrir a él como se debe hacer con cualquier veneno: en dosis precisas y controladas. Lo demás, todo lo demás, querido Joaquín, ocurrió por jodida añadidura.
[Joaquín]
Berta salió de su casa hacia las seis de la tarde. Tomó un taxi en la esquina y se dirigió hacia el café donde quedó de verse con el Venus. Iba tarde y como cualquier viernes, las calles rebozaban de tráfico. Miró su reloj y calculó los tiempos. En el mejor de los escenarios llegaría veinte minutos después de la hora acordada. Un súbito nervio subió desde su estómago y estalló como sudor en las palmas de sus manos. La impuntualidad no era algo que le caracterizara. Al contrario, siempre se había jactado de que llegar a tiempo a todas partes era uno de sus muchos sellos de distinción. Resopló. Se mojó los labios y chasqueó con ellos. Frunció el ceño y miró hacia todas partes como si de ello dependiera encontrar una mejor ruta. El conductor comenzó a mirarla desde el retrovisor con cierta intriga. -¿Tiene prisa?-, le preguntó. -Un poco, sí-, respondió ella sin siquiera buscarle la mirada.
Llegó, tal y como lo había previsto, veinte minutos tarde. El Venus ya iba por la segunda cerveza y el primer expreso. Ella sonrió avergonzada y se acercó a él mostrando las palmas como quien quiere, antes de saludar, rendir alguna explicación. Él se incorporó de la silla, arqueó las cejas y con una sonrisa le invitó a prescindir de cualquier interno de justificación. -¿Qué son veinte minutos de espera si ni siquiera ha caído la noche?-, le dijo mientras extendía la mano invitándola a tomar asiento. -¿Café, cerveza, agua, qué te pido?- -Agua, traigo los labios secos-, respondió Berta pasándose la punta de la lengua por las comisuras de los labios y la mano derecha por el abdomen a la altura de donde ella sentía se había formado el hueco de la angustia y los nervios. -¡Joaquín, tráeme un vaso con agua para la señorita, por favor!
Esa noche les llevé el vaso con agua y tres cervezas a cada uno. Javier, además, tomó dos cafés expresos y ella remató la estancia con un café americano. Hablaron, rieron, pero nunca, que yo hubiese visto, se tocaron. Pidieron la cuenta y se retiraron. Caminaron tomados de la mano por la acera que va directo hacia la plaza. Yo los seguí con la mirada. Asumo que iban bromeando, inmersos en un escarceo al que poca o ninguna resistencia le fueron oponiendo. Lo último que vi fue al Venus posicionarse detrás de ella, tomarla de los hombros y desde allí besarle la mejilla izquierda. Después se perdieron en las penumbras de una noche que apenas iba alzando el vuelo. Sobra decir que no llegaron a la plaza. Detuvieron la marcha y cambiaron el rumbo hacia la recepción del Hotel La Fortuna, apenas a unos sesenta metros de la Fuente de la Trinidad, donde dicen que hay que mojar los pies para llamar a la buena suerte.
Súper me encanto. Esa Berta se ve que es cosita seria .
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