«Todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera»
Javier Marías.
[Javier]
Nos presentó Amanda una mañana de domingo que coincidimos en el Parque España. Yo regresaba de un ensayo y ellas iban camino a la iglesia. Amanda, como siempre, un sol. Berta, en cambio, asumió una actitud completamente atragantable. Ya sabes, inflada en su aire de niña bien, de nadie me merece, de no rompo un plato. La verdad me cayó mal de inmediato, así que procuré ignorarla concentrando en Amanda toda mi atención. Como haya sido, la conversación no duró más de cinco minutos. -¿Cómo estás? ¿Qué te has hecho? ¿Cuándo nos vemos?-, cosas así. Ellas traían cierta prisa y yo urgencia de llegar a casa. Si mal no recuerdo, fui yo quien cortó de tajo la charla abrazando a Amanda con el deseo expreso de verla pronto. Fue un abrazo cálido, entrañable, pero apresurado. De esos que igual dan fe del gusto con el que se prodiga, que de la urgencia de dar paso a lo que sigue. De Berta solo me despedí con una mueca fría, rutinaria, puedo decir que hasta indiferente. Después, cada quien tomó su rumbo. Algo sin la más mínima trascendencia, un encuentro perfectamente olvidable, para que me entiendas. O al menos eso parecía. Quién iba a decirlo. Quién en su sano juicio hubiera podido asegurarlo. En fin. Pasaron meses para que volviera a verlas. Seis o siete, si no es que más. Fue en casa del Morris, en una carne asada de esas que se organizaban sin que mediara excusa. Yo no sabía que asistirían. Ni falta hacía que lo supiera. A decir verdad, por aquel entonces era muy raro que las primas aceptaran un jale con nosotros. Ellas eran más felices en sus antros fresas, con sus compañeros de clases, un puñado de escuincles mustios y babosos que se empedaban bebiendo cocteles de nombres impronunciables, mientras fumaban cigarros mentolados para, según ellos, no apestar las ropas caras y de marca que sus papis les compraban en Los Ángeles o San Antonio. Una tribu de hueva que tocaba retirada, rosario en mano, a la primera señal de desenfreno. Y, pues, nosotros éramos lo opuesto. O al menos así nos recuerdo. ¿O tú nos recuerdas distinto, Joaco? El punto es que aquella tarde llegaron las primas armadas y en son de guerra. Ahí sí, para que veas, todo fue distinto. Muy modosas en la vestimenta, pero con un oculto anhelo de jugarse su pase al paraíso. Todas unas prófugas del tercer misterio. Y lo de Berta lo recuerdo como si fuera ayer. Mira, todavía me sudan las manos. Si tan sólo supieras cuantas noches he despertado soñando con ese momento, no me lo creerías. Ese instante en el que Berta salió al jardín y el mundo, mi mundo, giró en sentido contrario. Iba, ay no mames, dicen que recordar es vivir, echando tiros, disfrazada de sonrisa y buena onda. Un diamantito de esos que se te incrustan en los ojos para nunca más salirse. Yo apenas pude dar un trago largo a mi cerveza antes de perderme en esa presencia como lo hace alguien que no pretende hallar el camino de regreso. Hasta entonces, lo hemos platicado antes, yo no creía en el amor a primera vista. Me reía de todo aquel que juraba haberlo experimentado y aseguraba que yo, primero muerto, antes que caer en la tentación de semejante cursilería. Pero siempre hay una cuchara a la medida no solo de nuestras palabras, sino también de nuestros hocicos. Y aunque por muchos años me he resistido a reconocerlo, hoy que sé que voy a morirme de cualquier otra cosa menos de llamarle a las cosas por su nombre, creo que es buen momento para admitir, aquí, entre compas, que a partir de entonces, poco a poco y de la peor manera, me fui enamorando.
[Berta]
¿El Morris era ese güey que vivía por el Ajusco, no? Medio me acuerdo de su casa. Bonita, bastante grande, pero lejos como para solo ir de vez en cuando. Qué flojera vivir allá arriba. Imagínate que llegas a esa casa bien cansada después de un día de trabajo y apenas te sientas en el sillón caes en la cuenta de que se te antojó un refresco, una cerveza, lo que sea. ¿Y la tienda? ¿Cuál pinche tienda? La más cercana está a media hora caminando. Ni de peda iba por mi antojo. Para nada. Y ya sé lo que me vas a decir: pues antes de llegar piensas qué se te puede antojar y te lo compras. Pues no, porque si así fuera no sería antojo, sería capricho y esos los tienes cuando quieres un bolso, unos zapatos, un viaje; no unos pinches chetos o una coquita. Sólo figúrate que alguien te pregunta ¿Y esos chetos?, y tú le respondes: pues ya ves, un capricho. Ja ja ja ja ja. No inventes. Hueva por donde quiera que le veas. En fin, ¿cuál era la pregunta? Ah, sí. El Morris. Buen anfitrión hasta eso. Si lo veo en la calle es probable que no lo reconozca, pero imposible olvidar que era un tipo muy espléndido. En conclusión, sí. Sí me acuerdo de aquella tarde, para qué me hago pendeja. Fue a la primera reunión a la que fui con todos ustedes. ¿Tú también estabas ahí? No lo recuerdo. ¿No? De la que te perdiste, querido Joaquín. En una de esas te ligabas a mi prima. Ella iba buscando quién le diera batalla. Yo no. Yo iba asustada. Figúrate, lejos, con gente desconocida y mucha hambre. Yo, toda una chamaca de escuela de monjas, que además solía comer a sus horas. ¿Qué tal que me desmayaba? Tenía miedo, no te creas. Al final la pasé muy bien. Fue divertido. Un ambiente distinto a lo que yo estaba acostumbrada. La comida mucha y deliciosa. Y del Venus, que ya sé que es a eso a lo que viene tu pregunta, bien. Ameno el muchacho. Te puedo decir que me hizo la tarde con sus coqueteos. Muy mesurado, muy propio, muy caballero, todo lo que tres caguamas te permiten ser. Pero eso sí, al grano, sin tientos. Echado para adelante como no había conocido a ninguno. Cuando sacó la guitarra y se puso a cantar como que para todos, pero sin dejarme de mirar, logró sacarme una que otra sonrisa. Mucha melena larga, mucha barba de leñador, mucha pulsera de rockero, pero qué tal le salían los boleros, qué tal raspaba la guitarra con esos dedos. ¿Y yo? ¿Yo qué? ¿A mí? Ya te lo dije, la pasé bien. Tanto como él, quiero creer. Y no, no pasó nada. ¿Qué querías que pasara? Ahí no. Ni por asomo. No entonces. ¿Entonces? ¿Entonces qué? ¿Algún antojo? Puede ser. Uno de esos que al cabo del tiempo bien se pueden convertir en capricho y que para nada dan hueva.
[Joaquín]
Recibieron la llave y dejaron atrás la recepción. Subieron hasta el tercer piso por las escaleras. Lo hicieron jugando, persiguiéndose, acechándose. Recorrieron el pasillo mirándose apenas de reojo. Ella se mordía los labios. Él apretaba los dientes. Aquellos fueron los quince metros más largos que hayan recorrido hasta entonces. Pasos todos en los que evitaron tocarse en el vano intento de retardar las ansias. Cuando entraron a la habitación, mientras observaban los detalles de esas cuatro paredes, cada quien por su cuenta se dejó abrazar por el sosiego natural en todo aquel que escapa del escrutinio ajeno. Berta se lanzó a la cama como lo haría a una alberca. Rodó sobre su costado izquierdo para dejar apenas el espacio necesario en el que el Venus pudiera acomodarse. Dos palmadas sobre el colchón bastaron. Un «te quiero aquí» en el idioma universal de las señas cuando las palabras sobran. Ella reía, quizá de nervios. Él la miraba como se mira aquello que uno jamás se habría imaginado podría tener cerca; como un niño observa un avión que recién ha bajado del cielo; como se mira el mar tratando de adivinar sus confines. Frente a frente, a media luz, a escasos centímetros de distancia el uno del otro, durante algunos segundos lograron contener el tacto y retardar el gusto. Sin mediar petición, ambos se obsequiaron la breve tregua que corresponde a esos instantes. Es el último retorno, ambos lo saben. Después de eso solo queda un camino, también eso lo saben. Entonces, ¿seguir o regresarse?, es la pregunta que tal silencio encumbra. Dichosos ellos, benditos, no tenían dudas. No las tuvieron. Cayeron los miedos como cayeron las prendas. Todo a media luz, con el mundo en pausa, imbuidos en un silencio apenas roto por el ritmo de sus respiraciones agitadas.
Woooow me transporto tanto. Y que risa con el “ y esos chetos? Nada un capricho” jajajjaaja me gusto muchísimo!
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