Verdad de Dios (el nacimiento).

No fue fácil reponernos de la muerte de mi Uli. Nos llevó un rato, la verdad. De pronto nos hacíamos los fuertes, ya sabe. Pero en las noches, cuando Florencio creía que yo estaba dormida y yo creía lo mismo de él, soltábamos el llanto arremolinados entre las sábanas, cada uno mirando para su lado. Sollozábamos disque en bajito y nos quitábamos las lágrimas casi sin movernos. Pero la verdad es que por mucho que quisiéramos nadar de muertito, los dos nos dábamos cuenta de que la estábamos pasando jodida, ni modo que no. Yo no sé si eso le suceda a todos por igual, pero en nuestro caso, aunque tratamos en todo momento de hacer nuestra vida lo más normal posible, fue bien notorio que se nos abrieron unas zanjas de silencio como nunca antes las habíamos tenido. Por un lado, nos sentíamos unidos en la desgracia, pero por otro era evidente que preferíamos no decirnos nada, como si prevaleciera un temor de agrandarnos el vacío de solo tocar el tema. Y es que es obvio que todas las pérdidas duelen, pero la de un hijo lo hace por partida doble. O triple. O lo que le siga que ya no sé cómo se diga. Usted no tiene, y espero que nunca la tenga, idea de qué es eso, pero si hubiera un Miss Universo de los dolores, yo le juro, mire, que ese le ganaría a todos, verdad de Dios. Pero usted ya sabe, joven Jerónimo, la vida da y quita al mismo tiempo y por fortuna el consuelo nos llegó a los pocos meses. Fíjese nada más lo que le voy a contar y ya usted me dice si la vida no es una ironía y nosotros sus marionetas. Pues resulta que Liliana, mi nuera, ya estaba embarazada cuando pasó todo lo de Ulises. Ni ella lo sabía. Entre tanta angustia y dolor, pues se vino a enterar sólo porque su mamá la llevó al médico porque la notaba muy decaída. La mamá estaba segura que era la depresión de haber enviudado tan joven. Quería que el doctor le diera una pastilla para dormir, o que ya de plano le mandara unas vitaminas. El doctor, que algo habrá visto, optó por mandarle hacer unos estudios. Anemia apostamos en casa. Y cuál, para sorpresa de todos, comenzando por ella misma, resulta que además de una  tristeza pegada hasta en los huesos, traía un chamaco bien instalado en la barriga. Seis meses para cuando se enteró. Imagínese, joven. Ni tiempo tuvimos de sacarnos de onda. El anuncio del nuevo miembro de la familia nos agarró con el pañuelo en la mano y en cosa de un segundo ya no sabíamos si seguíamos llorando de tristeza o de alegría; o de ambas, porque también se puede. La mera verdad la noticia nos ayudó muchísimo para levantar el ánimo. Adiós silencios, todo volvió a la normalidad. Como sardos en regimiento, apenas oíamos el clarín, que en este caso era un gallo despelucado que vivía en la azotea del vecino, nos levantábamos y en chinga redoblada. Mi marido agarró un segundo aire. Iba a abrir el negocio, lo atendía y en punto de las cinco bajaba la cortina y se regresaba a casa más rápido que nunca antes. Si quedaba algún pendiente, se lo encargaba a Dante, que para entonces ya estaba haciendo sus pininos con el papá. En cuanto llegaba a la casa, Florencio pasaba directito a ver a la nuera al cuarto que le acondicionó. La Liliana no podía hacer una mueca de lo que fuera porque mi viejo ya le andaba trayendo a medio hospital de La Raza hasta la cama. Julia, mi hija, que estaba estudiando para enfermera, le vino a todo dar el reposo que el doctor le ordenó a mi nuera. Salía de la escuela y se le pegaba a la cuñada para hacerla objeto de sus prácticas. Que le tomaba la temperatura, que le medía la presión, que le escuchaba el vientre, que le inyectaba vitaminas, en fin. Atención de primera clase. Mi consuegra se fue a vivir con nosotros esos meses. A las siete yo servía el café y los tres nos sentábamos juntos a planear la vida y obra del escuincle, hágame usted el favor. Que se va a llamar así, no que así, no que de este modo, no que del otro. Que ojalá y saque el color de piel de Ulises, los ojos de Liliana, el carácter del abuelo Florencio y el valor de las abuelas. Ya sabe cómo es uno de alcanzado cuando la emoción lo invade después de sentirse más seco que un desierto. Nada más nos faltó el descaro de elegirle profesión y esposa, verdad de Dios. Pobre chamaco, todavía no sabía ni de qué le venía la orquesta y nosotros ya le teníamos hecha la sinfonía. En lo que todos estuvimos de acuerdo, como si la mamá no contara en los designios de su propio hijo, es que de ninguna manera se llamaría como su padre. Ulises hubo uno, sólo uno, ¿me entiende? Ni su hijo, ni nadie más en la familia, tendría porque cargar con los designios de un nombre mal logrado en la familia. Habría otras formas de venerar a su padre; otros medios para hacer de su imagen un recuerdo glorioso en el niño, pero no llamándole del mismo modo. Por fortuna, ni hubo que convencer a Liliana, pues ese tema, nos dijo, ya lo había discutido con Ulises durante aquellos días en que apenas imaginaban que algún día tendrían criaturas. Así que, bendito el Señor, no hubo Ulises Segundo ni discusión que mediara para evitarlo. El tres de junio de mil novecientos ochenta y seis, Florencio estaba pegado al televisor viendo el primer partido de México en el Mundial. Yo estaba en la cocina lavando los trastes del desayuno y la consuegra tomaba una siesta para recuperarse de la vigilia de la última noche. Entonces Julia salió corriendo al patio gritando como loca que a Liliana se la había roto la fuente. No sabe, ese fue un llamado al caos para nosotros. Tanto que habíamos planeado el momento, para que a la mera hora se nos hiciera un carnaval. Como Dios nos dio a entender nos organizamos y llevamos a Liliana a la clínica. Ingresó ya con dolores de parto y toda la cosa. Julia dice que todo fue muy rápido, joven, pero yo le juro que sentí haber estado esperando toda una eternidad. Cuando el doctor salió la consuegra ya le había inventado como nueve misterios a su versión de rosario. Yo, la mera verdad, no pasé del perdona nuestras ofensas de mi padre nuestro. El doctor buscó al papá y me imagino que nuestro silencio incomodo habrá dejado en claro que si había alguna noticia que dar, tocaba informarla a nosotras. Nos miró a los ojos y nos dijo que la mamá y el niño estaban bien y que no había más nada de que preocuparse. Ahora sí, Señor, no nos dejes caer en tentación y amén. Había nacido Elías, mi pequeño, ese mismo que con esmero y un poco de tiempo adquirió el tierno apodo de Ratón.

Mire qué buena noticia, joven Jerónimo. Llegamos por fin a Boulevard Puerto Aéreo. Ya sólo le faltan dos estaciones y habrá llegado a su destino.

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