Verdad de Dios (el derrumbe).

El Florencio ha sido una marido de lujo. Mal haría yo si me pongo a buscarle chichis a las víboras. Amoroso, respetuoso, responsable, trabajador. Un maravilloso hombre, un extraordinario esposo y un mejor padre, verdad de Dios. El nuestro ha sido un matrimonio lleno de alegrías y también de momentos complicados. Por momentos nos las hemos visto difíciles, sin duda alguna. Pero aun así, fíjese que él nunca cambió su esencia. Yo me imagino que en alguna ocasión lo habré puesto en aprietos, o debí sacarle alguna cana verde, porque pues no soy una blanca paloma, ya se habrá usted dado cuenta; y aún así, él siempre con su mejor actitud hacia mi persona. Hago memoria y podría jurarle que sólo lo vi enojado un par de veces y ni siquiera conmigo o con sus hijos. Fue con un señor, un tal don Abel, que se negó a pagarle un dinero que le debía y al que casi toma del pescuezo las dos veces que fue a buscarlo hasta su casa. Fuera de esas, me parece que no hubo otras. Bueno, también es posible que lo esté idealizando, porque ni modo que solo tenga mi maridito atole en las venas, ¿verdad? Lo que siempre le he admirado a Florencio es la forma tan como si nada que tiene para salir de las dificultades. Aplomo, creo que le llaman. Nada más para que se dé una idea, le voy a platicar algo muy personal, claro, si es que usted me lo permite. Nosotros tuvimos tres hijos. Ulises, Julia y Dante. Muy buenos hijos todos, honestamente. Ulises, el más grande, se casó bien joven. No vaya a creer que porque embarazó a su novia. No, ese fue el Dante algunos años más tarde. Mi Uli se casó porque se enamoró como nunca había visto yo que alguien lo hiciera. Sin dejar la escuela se puso a trabajar en el negocio de su padre. Ella, una buena muchacha, también lo quería, pero siempre he creído que no tanto como mi hijo la quiso a ella. Ya sabe que dicen que siempre hay uno que quiere más. No vaya a creer que lo digo para hacerla menos. Para nada. De verdad que Liliana es una buena mujer, siempre lo ha sido. Sólo lo menciono para que más o menos usted se pueda dar una idea de cuánto estaba mi hijo dispuesto a dejar la vida por ella. En fin, la cosa es que con tal de darle lo mejor a su esposa, Ulises se movió para un lado y para el otro buscando nuevos clientes. Le urgía ganar dinero para seguir estudiando y para mantener el departamentito que estaba rentando con esta niña en la colonia Tabacalera. Eso le ayudó mucho a Florencio para hacer crecer su distribuidora de abarrotes. Nunca había visto tan contento a mi marido. Todo iba, como dicen, viento en popa. Mi esposo feliz, el negocio creciendo y Ulises formando una linda familia. Al año, año y medio, de tan bueno que era mi hijo, pues le echaron el ojo para llevárselo a trabajar a otra parte. Él ni lo dudó. Habló con su papá y le explicó que era imposible no aceptar lo que le ofrecían. Y cómo si le estaban dando un puesto importante, no sé cómo lo llamaban, en un hotel de lujo en la ciudad. Según me explicó Florencio aquella noche, mi hijo se iba a encargar de buscar nuevos huéspedes y clientes. Trato directo con la gente. Algo que mi Uli hacía mejor que nadie. Florencio no opuso resistencia. Qué iba a resistir si ya le andaba por ser abuelo y él mejor que nadie entendía que para tener un hijo primero hay que hacer cartera. Con un nudo en la garganta lo abrazó y le deseó la mejor de las suertes. Sin más remedio, Florencio tuvo que bajarse del papel de patrón para cubrir el hueco que Ulises estaba dejando. Era como si regresara quince años en el tiempo. Mi hijo, joven Jerónimo, entró a trabajar un 15 de septiembre. Lo hizo durante la cena de las fiestas patrias buscando clientes para los eventos de fin de año. Venían muchas cosas muy buenas. El año siguiente, por ejemplo, iba a ser el mundial de fútbol aquí en México y los dueños esperaban captar muchos huéspedes para esas fechas. Sólo en esa primera noche Ulises cerró nueve cenas de fin de año de empresas muy importantes. Sus jefes estaban tan contentos, que lo invitaron a desayunar cuatro días después para motivarlo a seguir en ese camino. Era una promesa y querían cuidarlo. Ni una semana tenía en su trabajo, imagínese. Aquella mañana del 19 de septiembre, mi hijo llegó temprano al hotel. Fue el primero en hacerlo de los nuevos empleados. No tenía por qué hacerlo, el desayuno sería a las nueve, pero él lo hizo movido quizá por la ansiedad de vivir a tope ese chingado momento. Usted es muy joven, Jerónimo, pero seguro ha oído hablar de lo ocurrido en el 85. Entonces ya se puede imaginar cómo fue que terminó todo eso. A las 7:19 ocurrió el terremoto y mi hijo estaba en la recepción. Pudo salir, nadie me quita esa idea de la cabeza. Pudo salir, pero no lo hizo. Se quedó a ayudar a los huéspedes y a sus demás compañeros. No tengo idea de lo que pudo haber pasado por su cabeza. Sólo sé que no salió y que el edificio se desplomó por completo sobre su cabeza. Pasaron meses sin poder dar con su paradero. Florencio fue y vino por todas partes tratando de hallar algún rastro de su hijo. Yo estaba desconsolada. Rota por completo. Y él, mi marido, estrujado también por la tristeza, no dejó de hacer lo necesario hasta dar con su paradero. Había días que, contra toda lógica conociendo a mi hijo, yo juraba que estaba vivo, que quizá había perdido la memoria, pero que andaba por ahí, en alguna parte, vivo. Otras veces la certeza de que nunca más lo encontraríamos llegaba a mí como prólogo de una resignación que nunca alcanzaría. Florencio no dejaba de trabajar y de buscar. Se multiplicó tantas veces como pudo para estar en todas partes y cumplir en cada una sin margen de chingado error. Sólo hubo un lugar al que nunca fue hasta que no tuvo más remedio: al Parque del Seguro Social, que para entonces era una morgue a cielo abierto. Lo dejó al final convencido de lo que le digo yo más temía; que si no era ahí ya no habría dónde más poder encontrarlo. Pero lo encontró, joven Jerónimo. Entre tantas cajas reconoció su cuerpo y lo reclamó para darle sepultura. Esa noche llegó a la casa. Se sentó en la silla de siempre del comedor. Espero a que le sirviera el café y apenas le dio un breve trago me dio la noticia. Estaba deshecho, me queda claro. Y sin embargo, me lo dijo con la misma serenidad con la que aquella otra noche me comentó que Ulises dejaba el negocio para irse a trabajar al Hotel Regis de la Ciudad de México.

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