Después del mar.

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Quince pasos, veinte, cuarenta. Una vara en las manos, cinco ovejas. El polvo que se mete en los ojos, que se pega en los labios, que trae consigo la sed y provoca resequedad en la garganta. Tiempo, tanto tiempo que hace lo mismo. Quince pasos, veinte, cuarenta. Todos cuesta abajo, uno tras otro; con prisa, premura, urgencia. Una, dos, tres, cuatro ovejas. El niño las cuenta, les apunta con el dedo, confirma. Una, dos, tres, cuatro. Falta una. ¿Dónde está esa oveja? El niño se talla los ojos, aguza la mirada, voltea a todas partes, pega un grito y le llama. ¡Chiffon! ¡Chiffon!, grita el niño. Y Chiffon bala, bala fuerte como queriendo ser encontrada. No está lejos, apenas unos cuantos metros arriba. Se quedó a un costado del sendero arrancando raíces. El niño la observa, le silba, se cerciora de que no esté en peligro, le tira un beso y reanuda la marcha. Quince pasos, veinte, cuarenta. Todos los días la misma ladera. Chiffon, las otras cuatro ovejas, el niño. Todo cuesta abajo, luego cuesta arriba, dos veces al día. Y Chiffon, que se ha sentido sola, bala, deja en paz las raíces y baja. Uno, dos, diez, quince, treinta brincos. Y el niño la mira, sonríe. Se divierte con ella. Chiffon, le dice. Chiffon, le llama. Azota la vara, le apura, le apremia para que llegue a su lado. Y la oveja desciende y lo alcanza. Juntos caminan el tramo que hace falta. Trece pasos, únicamente trece pasos y después el acantilado y después el vacío y después el mar y ¿después? ¿qué demonios hay después?, se pregunta el niño. Y a toda respuesta, el corazón le late, le bala, le salta como si Chiffon se lo hubiese adueñado a brincos, bajando la ladera. Se da cuenta que las manos le sudan y los ojos le tiemblan. El cordero de su pecho lo azuza y el mar le llama. ¿Qué hay después? ¿Qué sigue después del mar?, se vuelve a preguntar el niño. Y Chiffon, que se ha quedado a su lado, que es la única de las cinco dispuesta a hacerle compañía, se le restriega en la pierna y le olfatea los bolsillos en busca de sal. Pero antes, el niño regresa dos pasos hacia la sombra del árbol a sus espaldas, recarga el torso en el tronco y se deja caer, se desliza doblando las rodillas hasta quedar sentado. Y el niño mira, azota la vara contra el piso y acaricia a Chiffon, que ya tiene dos piedras de sal entre los labios. Y todo pasa, como siempre ha pasado. Como cada día que llega y se hace las mismas preguntas. Una, dos, tres, cuatro, cinco ovejas; el mar que ante sus ojos se agita; el aire de la distancia que le pega en la cara y la tarde que trae a sus oídos el murmullo de la curiosidad. Quince pasos, veinte, cuarenta. Los que haya que dar. Los que precise la vida con tal de algún día llegar a lo que quiera que siga después del mar.

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