Nací, saquen cuentas, en 1976; así que, en estricto sentido cronológico, mi primer Copa del Mundo fue la de Argentina 1978. Mentiría si les dijera que recuerdo algo. Por más que busque, y miren que lo he intentado, no hallo en la memoria imagen alguna de mí frente al televisor mirando un partido. Lo más probable es que tal cosa nunca haya ocurrido, pues para entonces mi padre, hilo conector indispensable en todo lo que a eventos deportivos se refiere, acompañaba a mi madre durante la segunda mitad de su segundo embarazo; y yo, con toda certeza, aún dividía mi atención entre chupones, carritos y cuadernos para dibujar. Los recuerdos, o mejor dicho las nociones, me vienen de lecturas hechas al cabo de los años y se reducen a dos conceptos que, en mi almanaque, son los más relevantes de aquel mundial sudamericano: el papel que tuvo en la organización del evento la dictadura del General Videla y la consolidación de ese mito futbolístico llamado “La Naranja Mecánica” y su juego total.
Tampoco, debo ser franco, tengo muchos recuerdos de la Copa del Mundo de España 1982. Meses atrás, en una decisión trascendental para mis seis años –aquí recuerdo a mi padre levantando la ceja con cierto aire de desconsuelo-, yo había decidido dejar la práctica del béisbol a un lado y adopté al fútbol como mi disciplina deportiva predominante. No obstante, aquel era apenas un romance en ciernes al que todavía le faltaba tiempo de cocción. Aunado a ello, hubo otro factor determinante para que el Mundial de España no terminara de echar raíces en el ideario de mis pasiones: México no asistiría a ese torneo, tras quedar, aquella tarde del 6 de noviembre de 1981, eliminado a manos de la selección de El Salvador.
Pero de este certamen, a diferencia del pasado, sí puedo evocar algunos recuerdos nítidos. Nombres, hombres y ciertas jugadas comenzaron a transitar por aquellos senderos del recuerdo que al cabo del tiempo conducen, sin eventualmente saberlo, a la nostalgia. Por ejemplo, en mi mente está –y estará por siempre– la celebración desaforada de Marco Tardelli tras anotarle a Alemania (entonces Occidental) el dos a cero en la final. Lo recuerdo con la claridad de la que solo puede dar fe la piel cuando se eriza. Cierro los ojos y a mi mente acude la imagen de Marco, no bien tuvo la certeza de que su zurdazo había hecho blanco en la portería alemana, corriendo a toda prisa hacia el costado del campo. Llevaba la mirada húmeda, los brazos en escuadra y los puños cerrados. Mecía la cabeza como quien no da crédito a lo que está viviendo y el rictus de su rostro reflejaba lo que con frecuencia pasamos por alto: entre el dolor profundo y la alegría extrema solo hay unos pocos gestos de distancia. Hundido en ese rictus de narcótica euforia, Marco comenzó a gritar desde lo profundo. “Gol-gol-gol”, supongo que fue lo que en realidad dijo. “La recontraputa madre que sí, que claro, que a huevo, a huevo, a huevo, claro que sí”, quiero creer que fue, pues eso es lo que yo habría dicho en una circunstancia parecida.
Para el Mundial de 1986 yo ya tenía diez años y el fútbol no solo se había afianzado en mí como una pasión, sino que se había convertido, junto a los libros, en una escuela de vida. Además, la Copa del Mundo se celebraba en casa y por primera vez yo me sabía el más y el menos de cada equipo. Alineaciones, jugadores estelares, promesas, favoritos, sedes y horarios. Lo dominaba todo como si de tal información dependiera mi admisión a cuarto de primaria. Mi padre, sabedor de que era una oportunidad que no debía dejar pasar, se dio el tiempo –y cedió la cartera– para llevarme a ser parte de semejante fiesta. Ahora sí, páginas me faltarían para relatar anécdotas y recuerdos. Todo yace en mi memoria a la misma temperatura con que cada una de las vivencias fueron grabadas y por ello, técnicamente, suelo decir que esa fue mi primera Copa del Mundo como tal.
En este contexto, previo al juego entre Argentina y Corea del Sur que se celebró en el Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, recuerdo que le pregunté a mi papá a qué equipo le iba. Esa fue, con toda seguridad, la pregunta que antecedió a cada partido, pero fue la respuesta que me dio en esta ocasión la que me dejó más intrigado. Era, sobra decirlo, la Argentina de Diego Armando Maradona, a la postre selección campeona del mundo; y del otro lado, un equipo sudcoreano, que acaso traía como única estrella medianamente conocida a su delantero, un veterano Cham Bum-kun, que entonces jugaba en el Bayer Leverkusen de la liga alemana (todavía Occidental). En el papel era claro el favorito. Nadie daba la más mínima esperanza al equipo asiático. Sería, como solía decirse con más frecuencia en aquel entonces, un partido de trámite para el seleccionado argentino. Por ello, apenas mi papá dijo a quién le iba no dudé en cuestionar su respuesta: ¿Cómo que a Corea, papá? Él, sosteniendo entre los labios un cigarro recién encendido, me dijo con voz solemne: “Siempre hay que apoyar al que en el papel es más débil”. Punto. No hubo ni pedí más explicaciones.
Debo decirles que tal respuesta no hizo eco ni encajó en modo alguno en mi cabeza. Pese al consejo, en ese partido yo decidí apoyar a la selección de Argentina y sin mucho margen para que saliera mal, me salió bien. Más allá de ello, a los diez años no hay elementos que expliquen cómo alguien, así sea tu padre, pueda apostar en favor de quien a toda lógica lleva las de perder. ¿Será que conforme uno crece y tras ciertos varapalos le vas tomando gusto al arte de la derrota? Puede ser en algunos casos. En otros, quizá la gran mayoría, me parece que es un tema cultural sumamente arraigado en nuestra sociedad.
Hijos todos de una debilidad cuyos orígenes están más en las propiedades acomodaticias de la ideología, que en impedimentos reales –el débil siempre la tiene más cómoda, pues nada o poco se espera de él-, se nos da, como si de un valor se tratase, eso de desdeñar la responsabilidad de la lucha, dejando todo en manos no del esfuerzo, sino de la suerte. “Si bien nos va”; “Si todo sale bien” “Si la suerte está de nuestro lado”, son frases que repetimos como mantras para repeler el infortunio, en el anhelo, por demás vano, de que ello baste para asegurar el resultado. “Total, si perdemos ya se sabía” o “Ya estaba de Dios, rematamos con anticipado consuelo, como si Dios –trasladando una vez más a otros la causa inamovible de nuestra desgracia– tuviera por gusto eso de vernos y perpetuarnos como sus consentidos perdedores.
Luego entonces, instalados en el papel y poseídos por la cruel dramaturgia de la derrota, tendemos las redes de nuestra mal concebida compasión y ofrecemos, con toda la incondicionalidad que nuestro apremio por validar tales preceptos nos exige, el apoyo –a nuestro entender necesario, cuando no indispensable– a quien como nosotros, damos por desaventajados en esto de lidiar con las pruebas de la vida. Así, si nuestro camarada débil pierde, aquí estaremos para llorar juntos –como siempre– la derrota. Si de lo contrario, el camarada débil vence, celebraremos –sí, todos juntos– ese chispazo de fortuna que, creemos, traerá consigo los aires de igualitaria justicia que todos los días mendigamos como respuesta a un mundo natural e inobjetablemente disparejo –Hasta acá alcanzo a escucharlos gritando “Sí se puede, sí se puede”-. Al final, no tan en el fondo, y pruebas de ello me sobran, en sociedades como la nuestra, para el débil la bendición de la victoria no radica tanto en el gusto de triunfar, como en el de haberle jodido la fiesta al fuerte.
Así que, desde aquel día en las gradas del Estadio de Ciudad Universitaria tomé la decisión de contradecir a mi padre y poniendo tierra de por medio a lo que creo es la tentación de la mediocridad disfrazada de misericordia, siempre he procurado apostar por quienes he creído tienen la mejor posibilidad de ganar. Cierto es que conforme pasan los años hay momentos que no es tan sencillo, pues la simpatía, el gusto y vínculos de otra estirpe complican eventualmente tales análisis y hablando específicamente del fútbol, hay que igualmente admitir que los equipos mal llamados chicos lo hacen cada vez más complicado. Aún así, cada que debo, he procurado anteponer la razón al corazón en cada uno de mis pronósticos. He procurado, dije. Sin embargo, acaso en una de estas formas silenciosas que desde hace meses tengo de evocar la memoria de mi padre –y con toda seguridad como una forma de asirme a su esencia y presencia-, reconozco que estoy a punto de caer en semejante tentación y hacer lo que creo que mi padre haría en este caso. Alguien, después de todo, tiene que hacer aquello que sólo Aurelio haría.
En fin. Ya no está México ni Portugal en este Mundial. Alemania fue una mala broma por segundo certamen consecutivo y Brasil hace rato que me parece más un sindicato de divas que un equipo respetable de fútbol. Remitiéndonos a los vivos, si fuera por la genealogía, todavía tendríamos gallo y vaya gallo. Esa sería, sin duda, la apuesta más segura en todo caso; y Argentina, amén de su argumento todopoderoso encarnado en Messi, es a todas luces la segunda mejor opción. Pero no, como les he dicho, la nuestra es una raza compleja en eso de rendir sus afectos al más fuerte. Nos gusta la angustia, el desamparo, la siempre latente posibilidad de ver caer a Goliat a instancias de David y que ello nos encuentre del lado correcto del sufrimiento, como corresponde a los incondicionales de lo improbable. Además está próxima la Navidad y son tiempos de hacer cartitas plagadas de peticiones con mucho polvo de amor y esperanza. Así que –les pido me imaginen con un cigarro entre los labios y entrecerrando los ojos como quien va a decir una verdad universal– nada me haría más feliz que ver una final Marruecos vs Croacia y ahí sí, que gane el que quiera que yo, desde ya, me he inventado una tía oriunda de Rabat, y un tío medianamente lejano de apellido Morenoviciç, al cual, por cierto, siempre he querido mucho.
Digo, por si había que justificar mi dislate.