[Joaquín]
Berta tiene los ojos grandes y azules, como un cielo nublado. Hay en ellos una mirada expresiva, contrastante, plena de matices discretos sólo accesibles para quien, con su anuencia, se aventura a leer en ella. Cuando mira hacia los costados, por ejemplo, me parece advertir un dejo de nostalgia, de infancia, no sé si contenida o continuada, a la que ella, cosa que me resulta contradictoria, se encomienda cada vez que necesita salir de un apuro. Es como si detrás de sus párpados habitara, objeto de un involuntario confinamiento, la reminiscencia de la niña que Berta fue y a la que, no obstante todos le atribuyen un pasado color de rosa, solo ella conoce los entuertos superados, de los que pareciera guardar una detallada bitácora y a partir de los que, sin atisbo de duda, debió formar su carácter. No importa de lo que esté hablando, tal sesgo en la mirada tiene el efecto inmediato de suavizarle las facciones. Pareciera como si el tiempo le concediera la magia de devolverla a aquellos años en los que, como haya sido, siempre se sintió más segura. Es algo así como un manto ligero de seda que tan pronto le viste el rostro le devuelve a su condición más diáfana. Es, hasta donde he podido ver, la brecha donde yacen todas sus vulnerabilidades. El sendero por el que se puede arribar a todas las Bertas posibles y cuyo acceso, presiento, permanece vedado, o intenta estarlo, para todos, o casi todos, los que dicen conocer algo de ella. Cuando mira de frente, las cosas cambian. Enmarcados en ese par de cejas pobladas que parecieran ser más obra de un pincel que de una conjunción pilosa, sus ojos, inquisidores de tiempo completo, adquieren la forma de dos poderosos ciclones concéntricos, cuya fuerza de atracción se deja sentir, sin que medie regulación alguna, casi de inmediato, jalándolo todo hacia sus confines, infundiendo un sentimiento que si bien pudiera parecerse al temor, no está exento de una fascinación, tal vez perversa, de la que es prácticamente imposible abstraerse. Es difícil saber si existe algún fondo, alguna frontera, algo que ponga un límite a la involuntaria vocación de caer en ellos y de extraviarse. Aquella es una mirada absoluta, seductora, insuperable. Lo que quiero decirles, para que me comprendan mejor, es que hay que tener agallas para sostenerle la mirada sin sentirse emocionalmente desnudo, y más aún, sin caer en la trampa de desnudarla.
[Berta]
No te creas, me costó trabajo aceptar salir con Javier. Era un tema más de apariencia, que cualquier otra cosa. No olvides que el mío era un entorno en el que los aretes y el pelo largo solo eran para las mujeres. Según mis padres, no había nada de rebelde ni transgresor en un hombre con la pinta que tenía tu amigo. Para ellos era, en el mejor de los casos, un mal nacido que no merecía la más mínima atención, ya no digo entrar a la casa, menos aún compartir el sueño con una de sus hijas. Mi madre adoraba con toda el alma a Benito, el que te digo era mi novio por aquel entonces. Le tenía una confianza ciega. Creía en él sin límite alguno. Ella decía que era porque su familia y la nuestra compartían los mismos valores, íbamos a la misma iglesia, contribuíamos en las mismas obras, asistíamos a los mismos eventos y todo eso, que en el seno de una familia tan absurdamente tradicional como la mía, era algo así como una certificación de origen, un atestado de buenas personas que les hace dignas de emparentar y compartir un linaje por lo demás inventado. Pero para mí no era eso. Para comenzar, nada había de esos valores compartidos. Todo era una farsa. Nadie en su sano juicio puede dar por cierto a alguien, en este caso mi madre, que frente a las cámaras era capaz de servir con una sonrisa de comercial de dentífrico un plato de sopa y un trozo de carne a los inquilinos de un orfanato, pero que apenas salía de cuadro tenía la puntada de repeler con un desdén majadero a todo aquel que se le acercara en la calle para pedirle un pan o una moneda. ¿Cómo creer en un hombre que, es cierto, patrocinaba en gran medida las obras de caridad que se organizaban, al tiempo que todas las noches iba y se cogía sin miramientos a las mujeres que trabajaban como servidumbre en su casa? Pues así el papá de Benito. O como mi padre, que muy devoto y muy apegado a la iglesia, muy detractor del pecado de la carne, pero tuvo la osadía no solo de andar, sino de preñar a una tal Oralba, que dicen era la estrella de un putero de muy mala fama allá por Naucalpan. O Silvia, mi entonces suegrita, que con todo y el rosario en la mano se ensabanaba un día sí y otro también con su maestro de yoga. ¿Eran esos los valores que en realidad compartían? Seguramente. Pero de esos valores nadie se ufana, aunque muy en el fondo, en las tenebras de sus complejas existencias, no signifique que no se sientan orgullosos de ellos. Pero como nadie iba a dar testimonio en misa de cómo o a quién se habían chingado a lo largo de la semana, no quedaba más que fortalecer en todo momento el mito ese de los valores compartidos y a partir de ellos someternos a los hijos. Por eso te digo que la supuesta confianza en Benito, en mi opinión, no obedecía a esos valores, sino a los medios sobre los que aparentemente estaban construidos, es decir, a la certeza de que la culpa y el temor divino bajo el que nos educaron serían suficientes para evitar que nosotros hiciéramos, digámoslo así, una tontería. Como te has de imaginar, con Benito todo estaba amarrado. Ese pobre estaba tan maniatado por las culpas de su madre que más que hijo, era una mascota. Conmigo, obviamente, las cosas fueron distintas. Yo, por una cosa o por la otra, siempre fui un potencial dolor de muelas para mis padres y mi reto, en esos años cuando menos, era encontrar la forma de subsistir sin tener que encajar del todo en el entorno. Creo que lo hice con cierto éxito. Jugué el juego de todos: aparentar; y hasta me la llegué a creer. Con toda certeza puedo decir que me encandilé con el papel de niña buena diseñado por mis padres. La disyuntiva era que de seguir por ese camino, a la larga no tendría más remedio que reivindicarme, como una más, en el camino de la doble moral pavimentado por la familia. La cuestión es que yo no quería ser una más. Yo quería ser yo, lo que quiera que eso fuera, para bien o para mal, sin tener que impostar mis emociones. Entonces apareció el Venus y con él cambió el paradigma. Yo necesitaba una puerta para salir del esquema y Javier fue esa puerta. Pero como te digo, a los diecinueve años no fue sencillo tomar la decisión de cruzarla. Hacía falta mucha osadía y era necesario dejarse crecer las alas. Cuestión de tiempo, al fin y al cabo. Reconozco que ese cabrón me tuvo la paciencia que no muchos me han tenido y eso siempre habré de agradecérselo. El día que finalmente tomé la decisión lo hice feliz y cierta del precio que habría de pagar por ello. El Venus lo hizo todo más sencillo. A su modo, es cierto, pero lo hizo. Es un lindo el sinvergüenza ese. A su lado tomé consciencia de muchas cosas. Comprendí que hay gente que se dice buena con el único afán de sosegar sus malas entrañas y por ello condenan a todo aquel que, sin necesidad de escondrijos, hace de su vida lo se que les viene en gana. Y comprendí, fíjate, que no son los actos el objeto de su desprecio, sino la libertad el hecho que condenan. No conciben que haya quien vaya por la vida sin máscaras, sin falsas apariencias. Por ejemplo, mis padres. Ellos nunca terminaron de aceptar a esta Berta que hoy tienes frente a tus ojos. En mi caso, diciéndolo con todas sus letras, no les cagó la idea de que su hija se pudiera coger a un músico de mata larga, brazos tatuados y cinco años mayor que ella, tanto como la idea de que lo hiciera sin sentir culpa alguna, ni la obligación de pedirles perdón. Javier, en pocas palabras, encarnaba toda esa libertad que mis padres nunca desearon para mí y por ello era impensable que tuviera cabida en la idea de vida que me hubiese esperado a lado de mi familia. Conclusión, querido Joaquín, si bien Javier es una historia que se debe escribir aparte, no me es fácil definir lo que él ha sido en mi vida. A veces el Venus ha sido todo y en ocasiones ha sido nada. Fue a un mismo tiempo el principio y el fin de muchas cosas, de tantas etapas, de todas mis facetas. ¿Que si lo amé? Sin duda. En la libertad que de él aprendí hay tantas formas de amar, que en alguna debe encajar la manera en la que yo le he amado.