Como a la liebre a la que le abren la jaula después de tiempo de estar encerrada y de sólo ver tanta libertad se zurra, ahí estaba yo, con mis gloriosos quince años a cuestas, sentada en una banca frente al Mercado de Antigüedades. No sabía a donde ir, menos aún qué hacer. Figúrese, joven, yo que había llegado a devorarme de un solo bocado la capital y en un dos por tres, roto mi sueño como sólo se rompen las cosas que se alejan del suelo más de lo debido, no tenía siquiera la más básica idea de donde chingados estaba, ni hacia dónde debía correr. La gente pasaba y me miraba. Unos de reojo y otros de plano me clavaban los ojos como tratando de averiguar no sólo quién era, sino la razón por la que traía la cara como piñata. Figúrese, yo que siempre había pedido a gritos la atención de la gente, que me enfurecí cuando la Otilia y sus hijos me ignoraron, ahora estaba haciendo oraciones a Santa Filomena para que me volviera invisible. Habría sido feliz si en ese momento la tierra me hubiese tragado, así nunca más me volviera a arrojar de regreso. Pero qué iba a ser así. Esas cosas no pasan, joven, ¿a poco no? Al contrario, cuando más desapercibido quiere pasar uno, la misma vida viene y te pone un letrero de neón en la frente, de esos que no sólo son felices brillando en colores chillantes, sino que además hacen ruido cada que encienden: “No pierda la oportunidad de mirar a esta pobre pendeja”. “Se sentía la muy chingona y mire cómo acabó” Y con eso que no hay antídoto contra la curiosidad que despierta la desgracia ajena, pues a todos les sobraban dos o tres segundos para voltear a ver a la Chabela y su puchero. Yo trataba de pensar rápido. Necesitaba tener claro lo que iba a hacer. El día no me iba a durar para siempre y tenía que encontrar un lugar dónde pasar la noche. Sabía que tenía una prima, la Tere, que vivía en Xochimilco. Bueno, ahorita sí lo digo muy convencida porque ya conozco. Pero en esos momentos ni el pinche nombre me salía. Cada que trataba de pronunciarlo era un festival. Parecía que me faltaban dientes o que me sobraba lengua. Cambiaba las letras, las encimaba, me comía unas, agregaba otras. Chumilco, Somichalco, Michichilco, qué se yo. Y ya sabe, sitio cuyo nombre no puede pronunciarse, así se trate de la colonia aledaña, es como si estuviera en otro país. Si no me cree, pídale a un mocoso que diga Teotihuacán. Si lo dice rápido es porque ya ubica el lugar. Pero si tartamudea, a menos que nos haya salido de a tiro idiota para hablar, su mente le va a colocar ese nombre en el rincón más distante de su memoria y por siempre, no importa que tenga frente a la jeta la chingada pirámide, yo se lo juro, el lugar le va a sonar remoto, como tierra ajena a la que no se le tiene el menor de los apegos. A ver, Jerónimo, diga Teotihuacán. No, no es cierto. La pura broma, ya me va conociendo.
Ay, joven, su risa. ¿Pero qué le digo, si así fueron las cosas. Partiendo de que no sabía dónde buscar a la Tere si acaso hubiese hallado el modo de llegar hasta Xochimilco; y siguiendo por el hecho de que no tenía ni un peso partido por la mitad en los bolsillos, mi fantástica libertad me estaba sabiendo a pura congoja. Así que, después de pensarlo un rato y asumiendo que en todos lados las cosas se hacen del mismo modo, me acordé de que en mi pueblo, cuando quieres encontrar a alguien conocido, basta que te vayas a la plaza del centro, que seguro ahí lo encuentras. Pues eso hice, joven. Como Dios me dio a entender caminé y caminé las horas. Sabrá mi Padre cuántas vueltas a lo pendejo habré dado, porque así como que muy lejos no estaba, pero una sin saber, pues invariablemente se pierde. Finalmente, en algún momento de esos que la suerte se apiada de una, bajé por Jesús María hasta Moneda y de ahí todo derecho hasta el Zócalo. Entré por un costado del Palacio Nacional y en contra esquina de la Catedral, cuyo tamaño, dicho sea de paso, me dejó con la boca abierta, considerando que en mi pueblo la parroquia parece más bien un velatorio. Esa fue la primera imagen que entró por mis ojos, ¿se imagina? Usted no sabe cómo me quedé cuando vi las dimensiones de esa plaza y el mar de gente que desde entonces ya se movía en ese punto. Nunca he sido una trucha haciendo cálculos, pero yo le juro que la plaza de Tamasopo cabe unas cincuenta veces en la plancha del Zócalo y ni en las fiestas de mi pueblo se reúne tanta gente como la que en ese instante estaba mirando. Si yo creía que la ilusión de ser feliz a lado del Ramiro era la ocurrencia más pendeja que había tenido hasta entonces, bastó con mirar ese mundanal de gente para asumir que mi idea de encontrar a las primeras de cambio a algún familiar en el Zócalo estaba dos rayitas por encima de mi propio récord.