Viajamos toda la noche hacia el Distrito Federal. Llegamos apenas amanecía y lo primero que hizo Ramiro fue buscar un sitio dónde descansar un poco. Yo, como sea, había dormido de a ratos en la carretera, pero él venía sin pegar el ojo. Nos metimos a un hotelucho allá por la Villa. Ya en el cuarto yo me fui directo a la regadera a lavar mis culpas. Si el agua caliente es capaz de arrancar la grasa de los sartenes, supongo que puede hacer lo mismo con las penas del alma. Pensaba en mis padres y en mis hermanos. Me preguntaba si habrían notado mi ausencia. Si les pasaba por la cabeza con quién me había largado y cuál sería a partir de ese instante mi destino. En esos tiempos, casos como el mío eran muy comunes. Antes que yo, dos primas ya se habían escapado con los novios. Y aunque yo había sido testigo del sufrimiento de mis tías y el enojo de mis tíos cuando eso ocurrió, algo me decía que a mis padres más bien les había caído como una liberación el que me hubiese largado con el Ramiro. No lo sé, joven. Lo más seguro es que me estaba curando en salud, pues aunque sí sentía algo de remordimiento, no quería dejar de creer que andaba por el camino correcto. Por eso, como siempre que no se tiene más remedio que apechugar las decisiones, chuecas o derechas, que se van tomando en el camino, lo que menos quería eran moscas haciéndome rondas en la cabeza, lo que me llevó a dar por hecho que nadie en la casa, o en una de esas hasta en el pueblo, se percató de que la Chabela ya no estaba.
Cuando salí de la regadera, el Ramiro estaba tendido a sus anchas sobre la cama. Parecía un lirón. Babeaba y roncaba sin el glamur que siempre ostentaba cuando se presentaba ante mis padres. Porque verdad de Dios que una cosa es dejarse ver en el esplendor de la belleza trabajada y otra muy distinta ya mirar a la gente sin las gracias que hacen el detergente y el suavizante. Pero ni siquiera así le encontraba yo defecto alguno en esos momentos. Ya hasta lo miraba guapo, único, mío. Como no me dejó espacio en la cama, me fui a sentar a una silla que estaba pegada a la única ventana del cuarto ese. Prendí la radio y ahí me quedé las horas imaginando cómo sería la vida afuera de esas cuatro paredes. No olvide, joven, que yo llegué ahí con la idea que el Ramiro me fue construyendo con sus relatos. Yo qué iba a saber que adentro de esa ciudad que él me dibujo en la mente, cabían otras tantas ciudades; unas ciertamente mejores que la fabricada, pero igualmente otras tantas peores, igual de reales, pero aún más despiadadas. Cuando despertó, muy cerca ya de la hora de la comida, lo primero que hizo fue llevarme a la cama y darme para mis tunas por segunda vez. Yo estaba toda desconcertada. No sabía si iba o venía. Por una parte, no entendía por qué la emoción que en algún momento llegué a sentir en aquellos intentos de provocar el instinto del Ramiro era más grande que esa que estaba sintiendo ahora que lo tenía cebándose sobre mi cuerpo. Por el otro, no era que no lo sintiera, ¿me entiende? Claro que sentía eso que se siente cuando uno lo está haciendo, pero en ese momento yo no tenía la menor referencia si eso era lo que se debía sentir, o si yo debía sentir; y si sentir era algo bueno o malo. Era raro y aun así por momentos creía que estar con él, en el acto me refiero, era lo mejor que podía pasarme en la vida, sin reparar, claro está, que quizá el problema era que al final nunca nada había pasado realmente en mi vida.