La tercera vez salí dispuesta a hacerle pagar sus desdenes al cabrón ese. Otra vez la muy pendeja de Chabela quería dárselas de generala cuando en su vida había agarrado una pistola entre las manos. Para el paseo me puse el último vestido que me había regalado, pero sin ropa debajo. Para que mis padres no se dieran cuenta, me tapé las chichis con un suéter y procuré caminar detrás de ellos para que no se me notara el fundillo al aire. Quería ver si a este cabrón no le iba a hervir la sangre cuando nos quedáramos solos. En el trayecto le hice la plática. Le pregunté qué más conocía de la capital. A mí me importaba un comino lo que me platicara, verdad de Dios. Lo que quería era que se diera cuenta que andaba dispuesta, animosa. Ya en el mirador, me le arrimé como para que sintiera mi cuerpo. El escote del vestido dejó en evidencia que por debajo de la tela estaba yo toda encueradita. Y como tenía que ser, no hay cera que no se derrita con un llegue de lumbre, Ramiro se empezó a poner ganoso y querendón. En pocas palabras, le puse la mesa; y cuando se quiso hacer del banquete, di dos saltos para atrás, marqué tajante el alto y lo puse de puntitas camino a chingar a su madre. Así, conmigo, ni madres, Ramiro. Quieres que sea tu mujer, le dije, te vas a tener que casar conmigo. De a gratis nada. Muy cabrona, según yo, lo besé y le saqué la mano de mi escote. Trató de forcejear, pero sin mucho empeño. Lo agarré, por decirlo así y así siendo, de los huevos. Lo froté un poco hasta domarlo, hasta ponerlo a tiro de piedra para mi último desdén. Llévame a casa, pensaba decirle. Pero entonces, entre jadeos, me dijo algo que no esperaba: Cásate conmigo. Casémonos mañana, anda. Tengo un amigo en Ciudad Valles que nos puede casar. Quedé ida, absorta, completamente callada y sin saber qué hacer, menos aún qué decir. Paso por ti a las seis de la mañana, trae una maleta con algunas pocas cosas, pero no olvides este vestido, me dijo. Te voy a robar y a hacer mi mujer, me advirtió. Encendió la camioneta y sin que terminará de ocultarse el sol, regresamos a casa. No se quedó a cenar esa noche. Ahora fue él quien dijo estar indispuesto.
A las seis de la mañana estaba saltando la reja del huerto. Lorenzo se quedó mirándome por la ventana sin saber qué ocurría. Los demás no despertaban aún, así que ni cuenta se dieron. Nosotros tomamos rumbo a Tanchachín, donde paramos para desayunar. Ahí nos encontramos con Germán, un amigo de Ramiro que dizque era abogado y que a su vez nos llevó a la oficina del licenciado Hernández, su jefe, que fue quien nos casó. La oficina estaba en un edificio del centro de Ciudad Valles. Era pequeña y refinada. Había detrás del escritorio una enorme fotografía de quien después supe era el presidente Adolfo López Mateos y sobre el escritorio una bandera con letras grandes que decían CTM. El licenciado Hernández, un hombre regordete y de semblante duro, nos apuró argumentando que tenía cita con el alcalde. Yo vestía el dichoso vestido ese, solo que ahora sí con calzones. Ramiro se puso un saco y corbata de color negro. En realidad fue una ceremonia rápida. El licenciado Hernández sólo nos preguntó si queríamos casarnos y al responder que sí, puso frente a nosotros una hoja prácticamente en blanco donde nos pidió que estampáramos nuestras firmas. Ramiro hizo un garabato muy pinche sobre una línea y yo puse mi nombre completo, con la letra manuscrita que me enseñaron a hacer en la escuela. De testigos firmaron Germán y Lupita, que era la asistente del despacho y muy seguramente la querida del gordo aquel. Ya están casados, dijo Hernández. Ramiro sacó un sobre del pantalón y se lo entregó a Hernández. Después, con evidente premura todos salieron de la oficina para dejarnos solos. Hernández, en un tono jocoso que me taladra la mente cada que lo recuerdo, regresó intempestivamente para decirle a Ramiro que ya podía besar a la novia. El pinche viejo cerró la puerta por fuera y los escuchamos irse a las risotadas por todo el pasillo. Ramiro me miró y me jaló hacia él. Ya estamos casados, dijo. No había terminado de decirlo cuando yo ya tenía los calzones a la altura de los muslos. Me giró y me apoyó en el escritorio de Hernández. Me agarró de las chichis y las magulló con urgencia. Sin más, verdad de Dios que sin más, completamente de espaldas, sin tener oportunidad de mirarlo a los ojos, me hizo su mujer en ese momento. No supe qué hacer. Me quedé tiesa para que él hiciera lo que le placiera. Yo no tenía la más cucha idea de cuál debía ser mi reacción en un momento como ese y sinceramente no recuerdo ni lo que sentí, así que ni para que entrar en detalles. Cuando salimos de la oficina, sobre la mesa en la sala de espera, estaba rota la hoja que recién habíamos firmado. Se lo dije a Ramiro, pero pareció no importarle. Yo que sé, Chabela. Algo habrá salido mal, me dijo el muy hijo de puta.