I
Cinco años casi seis yo, mi hermano de tres y medio. Eran las mitades de febrero y esa mañana de la que hablo todos nos encontrábamos en el cuarto de mis padres. Mi madre estaba frente a mí abrochándome los últimos botones del suéter del uniforme. Sutilmente, como todo lo que ella hace, me recordaba la importancia de saberse abotonar correctamente la ropa. Nada extraordinario para la hija de un sastre; pero un reto inmenso para alguien que, no importa que sea nieto del mismo sastre, resulta que es zurdo y vivía en ese momento el traumático proceso de hallarse en un mundo diseñado para diestros. Mientras tanto, a mi lado estaba mi padre, de pie, inmóvil desde hacía rato. Tenía sobre los hombros una corbata sin anudar, como pocas le he visto en la vida. Miraba con atención al televisor: un Hitachi de dimensiones respetables para lo que era habitual en aquellos años y al que cada seis meses le daba mantenimiento el señor Rodríguez. Sin poder precisar qué, había algo raro en el silencio de mi padre. En el afán de indagarlo lo miré de reojo apenas el peine cruzó por primera vez mi cabellera con la misión, no sólo de aplacar una melena que desde entonces acusa dejos de voluntad propia, sino de dejarle marcada una línea perfecta, más cargada hacia la derecha que hacia el centro, sin importar que para ello mi madre tuviese que prescindir de la sutileza que, ya he dicho, le caracteriza. El punto es que miré a mi padre en el preciso instante en que él arqueó las cejas y parpadeó lento, como cuando los ojos se te van hacia atrás hasta dar la vuelta completa. Después, creo que sin abrir los ojos todavía, se llevó las manos a la boca, tragó saliva, se mordió los labios y entre dientes, como solo se dicen las cosas que de tanto veneno es menester hacer lo posible por contenerlas, espetó las maledicencias que, como la corbata, pocas veces le había conocido en la vida. En la televisión un hombre hablaba algo de una devaluación sin precedentes. Yo no tenía idea de lo que eso significaba. Solo supe que nuestro viaje a Disneyland estaba desde ese momento cancelado.
II
Pasaron los años, aprendí a abotonarme la ropa, entendí qué eran las devaluaciones, no fui a Disney, conocí otros lugares fascinantes y al mismo tiempo, me descubrí un tremendo disgusto hacia las montañas rusas y todo artilugio de feria que, para divertir, invite a tocar las puertas del infarto al miocardio. De tal suerte, los parques de diversiones no son para mí la promesa de soslayo que son para muchos. No cruzan por mi mente ni siquiera como antojo y aunque han tratado de venderme la idea de lo fabuloso que sería hacer tal o cual cosa en ellos, apenas puedo los descarto, como quien desdeña la posibilidad de una muerte inesperada y sin opción de gloria alguna.
III
La cancelación del viaje, sin duda, debió dejarme secuelas emocionales. Algo así como las que te alejan de las cosas que en el fondo realmente deseas, a partir del miedo que despierta hacerle frente a otra decepción. Mi apatía hacia los parques de diversiones, en cambio, si bien poderosa y probablemente ligada a lo primero, no me ha salvado de todas las veces que, sin más escapatoria, he debido poner un pie en ellos. Hace dos años, por ejemplo, mi hija menor, su madre, sus tíos y sus abuelos, hicieron un viaje a Disneyland que, en última instancia, decliné hacer, pues (ustedes no me ven la sonrisa) la visa de mi hija mayor no se entregó a tiempo. No obstante, a modo de compensar y recordando la sensación por mí vivida, planifiqué un viaje con ella para meses más adelante, que por principio de cuentas tenía el mismo destino. Visa en mano, a la hora de comprar pasajes y cerrar itinerarios, aprovechando la curiosidad que en ella despertó una imagen de Central Park que vio en la tele (vuelvo a esbozar la misma sonrisa), ella decidió que prefería ir a Nueva York. No hice nada para convencerla de mantener el plan original (quién soy yo para llevarle la contraria), y así lo hicimos. Allá cumplió nueve años y lo celebramos, que va, yendo a Luna Park.
Es aquí donde entra en juego el tercer punto de esta crónica terapéutica con tintes de confesión para mis hijas. Seré claro, directo y contundente: Me gusta que la gente sea feliz. Auténticamente feliz. Es decir, sin moldes ni apariencias. En cambio, no soporto a esos que asumen la vida con el optimismo desbordado de un hecho simple y llanamente perfecto, rosa, sin sobresaltos, ni malas rachas. A esa gente que abandona el realismo para dotar de una fantasía histriónica sus existencias, pasando por alto que en esta vida no todo es luz ni maravilla, sino que, mientras sea vida, también transige por y desde penumbras, errores y horas bajas. No tolero a los soldados de terciopelo, incapaces de mentar madres, pero completamente dispuestos a beberse el escupitajo que les tiren, con tal de no perder su sintonía cuasi perfecta. En pocas palabras, quizá por la cercanía que les encuentro a los mártires de vocación, no digiero en lo absoluto a este tipo gente, ni a los clichés que irremediablemente los acompañan.
Hablando, pues, de esos clichés, no me es posible concebir a Disney sin echar mano de ellos. Princesas, príncipes azules, películas perfectas, finales siempre felices y coreografías impecables. Un mundo de ensueño, de colores, olores y fantasías siempre dispuestas a volverse reales. Sonrisas sempiternas, polvitos mágicos, lluvia de estrellas. Todo lo que cualquier optimista patológico sueña, eso sí, a cambio de unos cuantos muchos dólares. En fin, es aquí donde mi reticencia a acercarme a esta institución topa contra su muro más alto y fuerte. Con razón o sin ella, no encuentro el modo de superar la reserva que tanta bondad y perfección en mí despierta. Y sin embargo, muy a pesar de que estoy convencido de que nunca me ha hecho falta, debo hacerme a la idea que habiendo quedado en una familia pro-Disney hasta la pared de enfrente, es cuestión de tiempo para que me siente a tragarme mis palabras.
Disney es Disney, dice mi suegro cada vez que se toca el tema. Seguro sí, acepto sabiendo a qué se refiere. La vida, en cambio, es otro asunto. Y si no, pregúntenme el asuntito que fue, sin Mickey Mouse que me ayudara, adaptarme como zurdo a un mundo hecho para gente que escribe con la mano derecha.