No alcanzó la cuarentena.

Está de más objetarlo: soy un ser de hábitos predominantemente hogareños y de tendencias básicamente solitarias. Por ello quedarme en casa no me implica mayor reto. Más allá de lo mandatorio que hoy resulta, resguardarme dentro de mis cuatro paredes siempre me ha parecido, ironía de por medio, un acto de la más natural libertad y soberanía. Salgo, claro está. Tampoco es que me encierre a piedra y lodo, ni que sea un amante inapelable del cautiverio. Si la necesidad me saca, lo hago, si no con gusto, sí con la disciplina de quien como sea debe hacerlo. Y si es el gusto, ya sea por un buen plan, un viaje, una reunión de esas que llaman, una compañía de verdad grata, o la promesa de sencillamente disfrutar de un buen momento, pues con mayor razón salgo y lo disfruto como todo aquello en lo que básicamente media la voluntad y no la insufrible obligación de hacerlo.

Bebo el primer café del día. Es primavera, pero no lo parece. El cielo se ve a medio nublar y desde la cañada sopla un viento que todo lo refresca. No podría ser mejor para mí, que siempre he preferido el sosiego que me procura el frío. Desde hace unas horas siento la inquietud de visitar un museo. Ya sé que se han organizado algunas visitas virtuales. Lo que es más, he hecho algunas aprovechando el insomnio que ocasionalmente me afecta. No obstante, he de admitir que no me alcanza con eso. Más allá del museo deben ser las ganas, veladas para un tipo como yo, de querer salir.

Al momento que esto escribo estamos por llegar a los cuarenta días de confinamiento. Una cuarentena en toda la extensión de la palabra. Aunque no era difícil imaginarlo, la mayoría se resistía a la idea de que el encierro se prolongara por tanto tiempo. Ahora, cuando se supone que la normalidad estaba a la vuelta de la esquina (o de menos eso queríamos creer), pues resulta que no; que aún le falta un rato y que lo peor de la pandemia, señalan nuestras autoridades, está apenas por ocurrir. Desmoraliza que así sea, desde luego. Todos sabemos que ninguna espera es más tortuosa que aquella que se hace rebozar de incertidumbre.

Hablando de incertidumbres, en primer orden, está claro, nos apremia el tema sanitario. No hay día que no hagamos recuento de achaques y padecimientos en la esperanza de no hallarnos, a pesar de las evidencias, en los grupos llamados de riesgo. Vivimos, nos guste aceptarlo o no, en los dinteles de una paranoia que lo mismo desconfía de una carraspera hasta hace unas semanas habitual, que del muchacho que viene y nos acerca las compras hasta la puerta de la casa. Pero también están los otros; los que se lo han tomado a juego y viven, como es de lo más normal en este país que venera a la muerte como la única razón de estar vivos, sobándole las bolas al tigre en el puro afán de ser reconocidos (pues a esa gente le gobierna una necesidad absoluta de reconocimiento) todo lo valientes y osados que sus complejos y baja autoestima les niegan ser. A ellos, a su negligencia disfrazada de valor, habremos de deberles en el recuento, sin duda, que el daño social sea más grande y generalizado. Obvia es la aclaración, pero no por tal ociosa, que no me refiero a todos cuantos por necesidad están imposibilitados de guardarse. A estos, a los que no tienen más remedio que ir en busca del sustento, lo mismo que aquellos que están obligados por el cumplimiento del deber, categoría aparte, mi reconocimiento absoluto.

Pero ojalá ahí parara la cosa. Después (o de la mano) del tema sanitario vendrá el económico; ese sí más igualitario. La crisis financiera, no importa bajo qué piedra nos resguardemos, por cuánto tiempo lo hagamos, ni qué tantos seguros de gastos médicos tengamos, nos habrá de golpear a todos por igual. Sí, por igual, aunque no parejo. Y si bien hay acciones que podrían ayudar a mitigar el impacto, es evidente que no existe el ánimo político de hacerlo. ¿Ignorancia o reticencia? Una mezcla de ambas en mi opinión.

La cosa es que llegó la cuarentena y no nos alcanzó para ponernos a salvo como hubiese sido lo idóneo. Seguimos expuestos y a merced del infortunio. Pero seamos prudentes y no lo romanticemos. No caigamos en la tentación de hacer del deber de cuidarnos un acto de inmolación, que quien reviste de idilio la adversidad, le coge cariño y después no sabe cómo vivir sin ella. De nuestras autoridades no esperemos mucho. Si de algo debe servirnos todo esto es para hacer consciencia de lo que a cada uno corresponde hacer para en lo sucesivo vivir mejor. Siempre he sostenido que la ideología de izquierda, el socialismo y sus derivados, no persigue como tal el bienestar de la sociedad, sino la estandarización de su miseria. Muy seguramente a eso se refería López Obrador cuando afirmó hace unos días que esta crisis le caía como anillo al dedo para consolidar los ideales de su cuarta transformación.

Ya les digo, de nosotros depende que eso no suceda. Sigamos, por lo pronto, cuidándonos desde casa.

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