Uno se contagia de Lisboa, antes que por cualquier otra vía, a través de los ojos. Es tan pequeña que cabe completa en la mirada; en el arrullo incesante e involuntario de las pupilas, que ante tanta belleza se dilatan asombradas, no bien se dan cuenta que hay romances, amoríos, encuentros y aventuras de suyo inevitables.
No obstante, Lisboa posee igualmente arrestos de grandeza. Credenciales imperiales de ese ayer que todavía discurre entre colinas y callejuelas, en las fachadas de sus edificios, en la piedra de sus monumentos. Palpitante, llena de energía, de un ritmo propio y envolvente, la vida emana desde sus terrazas, desde sus miradores, desde la estrecha concurrencia de un tranvía y en la calórica entraña de un pastel de Belén. Es la ensoñación perenne de un pueblo que forjó su grandeza desde el Tajo y grabó su nombre en la historia con la pluma aventurera de sus hijos hechos a la mar.
Inoculada en las venas, aceptado el contagio, su imagen se expande hasta abarcarlo todo: mente, corazón y alma. Alojada en cada rincón, como amante entrada apenas en sus años más valiosos, muta gloriosa, avasallante.
Repentinamente, tirado al sol en su regazo, todo apremio deviene en parsimonia, como si te encontrara la vida a mitad de un abrazo lento, tal vez hasta maternal, donde no queda lugar a dudas ni miedos; donde se quiere todo, excepto que pase el tiempo.
No contenta, insatisfecha de haberse apoderado de los ojos, ansiosa de hacerse sentir desde su discreción apabullante, vendrá la Lisboa culinaria; la que siembra el gen de la adicción desde ese campo noble y fértil que es el estómago. Entonces, cuando toda resistencia se antoja no solo inútil, sino inapropiada, esta ciudad, a la que amarás sin reparos pasando por alto su condición de compartida, te cantará al oído uno de sus fados solo para hacerte saber, si acaso lo habías ignorado, que hace rato ya le perteneces; y que basta con que quieras para hacerla tuya.
En eso radica, según entiendo, aquel sentimiento patentado por ellos, mezcla homogénea de nostalgia, añoranza y emoción pura, a la que evocan con el intraducible nombre de saudade.
Solo un par de preguntas me surgen tras haber enterrado la brújula: ¿Aquí comienza o aquí termina Europa? ¿Cómo saberlo?
A mí me parece que podría ser de cualquiera de las dos formas. Mejor aún, las dos a un mismo tiempo. Porque a Lisboa le da para eso y para todo cuanto quepa en la promesa de un eterno volver.