A la memoria de mi abuelo Yeyo, cuyo amor hizo de mí un lector insaciable e incorregible.
Al final del pasillo está la tercera habitación de la que, en vida, fue casa de mis abuelos. Son dos cosas las que recuerdo con claridad de aquella recámara: un enorme Jesucristo que mi abuela Elena rescató de un velatorio allá por la Colonia Doctores; y al menos diez cajas de cartón repletas de los libros que mi abuelo Aurelio adquiría con asombrosa frecuencia.
Al Cristo le atribuían milagros varios y aseguraban que le crecía el pelo. Cada cierto tiempo, afirmaba la abuela, había que emparejarle la cabellera y así evitar que llegara al suelo. A decir verdad, no me consta aquello del crecimiento, pero sí recuerdo, cuando menos un par de ocasiones, haber visto cómo ella le arreglaba las puntas con sus largas tijeras de pollero.
Entre semana, a la salud de los enfermos, al eterno descanso de los difuntos, por el retorno de los que partieron y por la pronta solución de algún entuerto, mi abuela convocaba a las vecinas a una hora de rezo frente a él. Algunas de ellas, las de más confianza, acudían a mi abuela por cuenta propia para pedir, cuando la vida en algo les apretaba, un momento de oración particular frente aquella colosal figura, propia más bien de una capilla.
La efigie estaba a la entrada de la recámara, era visible desde el comedor y la sala; y siempre contó, mientras doña Elenita la tuvo bajo su cargo devoto e implacable, dos veladoras y un cirio encendido, por aquello de que nunca tuviera que pasar por penumbras su gloriosa presencia.
Adentro de la habitación, en la parte que resguardan las paredes, recuerdo que había un catre, que a veces estaba tendido, otras veces doblado. Desconozco quién dormía en él y cómo es que podía hacerlo a lado de semejante representación, dedicada originalmente al cuidado de aquellos que ya estaban muertos. Debía ser el cuarto de visitas. De solo imaginarlo, a mis apenas seis o siete años, me parecía tenebroso y por ello quizá nunca tuve el anhelo de pasar alguna noche en casa de mis abuelos.
Frente al camastro había también una silla de madera y un banco. Ambos yacían rodeados de las cajas que líneas arriba he comentado. Eran enormes y pesadas. Mi abuela, una mujer que no se callaba nada, las tachaba de estorbos y las culpaba de quitarle espacio para sus eventos de oración con las vecinas. Mi abuelo, uno de los seres más condescendientes que yo haya conocido, solo la escuchaba en sus reclamos y se encogía de hombros. En pocas cosas, supongo, mi abuelo ofreció tenaz resistencia a los mandatos de su mujer. La conservación de las cajas y su valioso contenido fue una de ellas, si no es que la única.
Mi abuelo adquiría esos libros casi siempre los jueves. Lo hacía de dos formas. Algunos los recibía como obsequio de la gente para la que él trabajaba; y otros los compraba con un conocido que rescataba bibliotecas, para después venderlas, en todo o en partes, en una tienda en la calle de Donceles. Me da la impresión que mi abuelo no los elegía por tema o interés específico. Era la intuición o el azar los que definían la compra. Y es que había de todo en su colección. Libros de arte, de historia, de geografía. Química, física, medicina, agronomía, biología y astronomía. Dos Atlas Mundiales, un manual de motores a vapor y uno de cuentos breves en polaco. También había libros en inglés y en italiano. Los Miserables en francés y la Carta de las Naciones Unidas en los cinco idiomas oficiales. Había pocas novelas, pero si bastantes libros, elegantemente empastados, sobre temas para mí muy complejos.
Cuando el abuelo llegaba a casa, relataba con aire de indignación mi abuela en la sobremesa, seguía de largo hasta la habitación del fondo. Con aire mustio y desentendido se sentaba en su silla y echaba ojo al contenido de sus nuevas adquisiciones. Leía quizá páginas completas de algunos, mientras que otros solo los hojeaba. Marcaba aquellos que consideraba interesantes y los que no, los reservaba para otro momento. Todo es cuestión de ánimos, me decía con frecuencia.
Muchos de esos libros eran antiguos en exceso. Algunos tenían las pastas apolilladas y las hojas completamente amarillentas. Más de uno se deshacían de solo mirarlos. Con excesivo cuidado, para evitar que se estropearan más de la cuenta, les buscaba espacio en sus cajas, en espera del domingo que fuéramos a visitarlos.
Mi abuelo, debo decir, nunca fue de muchas palabras. Era más bien serio y formal en exceso. De gesto adusto y sonrisa tímida, nunca pudo tutear a mi madre, a la que siempre trató con la devoción y respeto que ella se ganó a pulso tan pronto llegó a la familia. Con mi padre, además del nombre, compartía tal vez la afición por algunos deportes. Sin embargo, siempre me parecieron distintos, a veces opuestos; y es que mientras mi padre es un cascabel más parecido a la abuela, el viejo patriarca era el siempre necesario silencio que daba armonía a nuestra orquesta.
No bien las arengas de mi abuela respecto a la suerte de las cajas se aproximaban a su clímax, el abuelo se levantaba de la mesa sin más respuesta que una mueca de hastío. Miraba a mi madre para pedir su anuencia y al tiempo que se disculpaba por retirarse, me extendía la mano para llevarme consigo hasta donde ya nos esperaban las cajas abiertas. Me sentaba en el banco y uno a uno ponía los libros en mis manos para que los viera. Yo los hojeaba, los miraba encantado y leía párrafos al azar para enterarme de qué trataban. Al final me pedía que eligiera uno para que me lo llevara a casa. –Pero debes leerlo-, me advertía. Necesito que la próxima semana me platiques de lo que trata y si es que te gustó, yo pueda buscar alguno parecido. No había semana que saliera sin libros de la casa del abuelo.
Ayer por la tarde visité a mis padres. En la primera oportunidad que tuve subí a la recámara donde todas mis cosas están guardadas en grandes cajas de cartón. Abrí una al azar. Encontré, como esperaba hacerlo, muchos de mis libros. Saqué algunos para cerciorarme de que estuvieran en buen estado. Para mi gran sorpresa, hallé uno de los que me obsequió el abuelo. Se trata de una edición de 1931 de “El porvenir de una ilusión” de Sigmund Freud.
A decir verdad, el ejemplar ya está en muy mal estado. Ni siquiera me atreví a pasar con libertad por sus hojas. Apenas pude retirarle un poco de polvo, lo devolví con excesiva cautela a su lugar adentro de la caja. Hubiera querido traerlo conmigo, como seguro lo traje hace ya tantos años desde la casa de los abuelos. Pero el temor a romperlo, a no encontrarle mejor lugar que ese en el que hoy en día se encuentra, me hizo desistir. Sin embargo, el recuerdo de mi abuelo sí se vino conmigo. Cierro los ojos y lo ubico, como aquellas tardes a mi lado. Los dos estamos sentados, frente a frente en aquella habitación del fondo, donde él sembró en mí uno de sus hábitos, seguro tal vez de que al tiempo yo habría elevarlo al grado de manía.