Del verbo flipar.

ESP_AtardecerMadrid 01Tras dos horas sin saber de mí, extraviado en una siesta que de origen pretendía ser breve, ha sido el hambre y no otra cosa lo que me trajo de vuelta. A mitad de un bostezo prolongado y un escalonado crujir de cervicales, abrí de lleno los ojos justo cuando dos cosas vinieron contundentes a mi cabeza: quiero comer un plato de sopa caliente y beber una Coca Cola muy fría.

Es viernes y sigue lloviendo en Madrid. Según el reloj apenas pasan de las ocho de la noche. En el pasillo, la voz penetrante de las dos mujeres que se hospedan en el cuarto contiguo, anuncia que están listas para salir a divertirse.  Ayer lo hicieron, antier también. Manuel, quien está a cargo de la recepción en el segundo turno, me mira pasar de reojo frente a su escritorio y apenas pongo una mano en la puerta, me advierte que el frío arrecia allá afuera. Dueño de un acento andaluz que me parece curioso, me exhorta a cubrirme de mejor modo. Sugiere, en ese tono paternal que con frecuencia asumen quienes pretenden ser los mejores anfitriones, que considere la opción de salir con guantes bufanda y gorro. Le hago caso. Regreso a mi habitación y me coloco una sudadera debajo de la chamarra. Saco los guantes de la maleta y de allí mismo rescato la otra bufanda que traje por aquello de las dudas. Salgo de nuevo, forrado, algo incómodo. Manuel me ve al paso y sonríe satisfecho.

-¿Y el gorro, chaval?- pregunta.

-No traigo gorro, Manuel. Quizá ahora, si me da tiempo, compre uno.

A la salida del hotel pareciera que no hace tanto frío. Me quito un guante y estiro la mano para constatarlo. No sirve de nada: después de veinte segundos no puedo llegar a una conclusión definitiva. Me dejo los guantes y me quito los lentes. Echo un ojo a la farola al otro lado de la calle y veo que la lluvia, si bien son de esas gotas ligeras que con facilidad se lleva el viento, es a tal modo constante que con seguridad regresaré, una vez más, completamente mojado. Por un instante la duda de ir se asoma, pero la imagen de un plato vaporoso de consomé se impone, dándome los arrestos necesarios para salir y confiar que no hay el más mínimo resquicio por el cual se me pueda colar un resfriado esta semana.

Inmerso en mi acto de fe, camino hacia la Plaza de Soledad Torres Acosta y giro a la derecha. Cada que puedo me cubro un poco en algunas techumbres que voy encontrando. Para mi sorpresa, ni en la calle Estrella, ni en la de San Roque he visto gente. La pista de hielo que han puesto en Soledad parece vacía, inmersa en un irónico homenaje a la plaza que le da cobijo; y el congal que está frente a las oficinas de Extranjería está cerrado. Todo el entorno tiene una pinta lúgubre, de callejón propicio al infortunio, como aquellos que en la Ciudad de México insisten que no debemos transitar.

Las cosas cambian al llegar a la Gran Vía. Gente va y viene por todas partes. Todas las tiendas no solo están abiertas, sino que han modificado sus aparadores para hacerlos ver más luminosos, más atractivos, más tentadores a los ojos de los cazadores de ofertas. Algunos, no felices con el estruendo visual, tienen música a todo volumen. Otros, los más grandes, han optado por hermosas modelos y hombres excepcionalmente guapos en las puertas, invitando a la clientela a pasar, incitándolos a dejar unos cuantos euros en sus ya de por sí abultadas arcas. Las cafeterías no se dan abasto. Son la representación viviente del purgatorio y sus benditas ánimas. Gente exhausta, abatida por el trajín del consumismo y la inclemencia del otoño madrileño, hacen largas filas a la espera de la gloria en forma de una taza de café. En la calzada algunos taxis detienen intempestivamente su marcha para levantar pasaje. No faltan los cláxones reprochando la maniobra, ni los hombres y mujeres que corren entre los autos tratando de pescar alguno de los osados. Menos aún faltan aquellos usuarios que ante la gran demanda y la limitada oferta pelean con desparpajo el derecho preferente de subir a alguno.

-¡Es que mis cosas ya están en el baúl!

-¡Joder! ¿Es que no miras que yo ya estoy adentro?

Al otro lado de la avenida, en el Cine Callao, fotógrafos y periodistas aguardan a un costado de la alfombra roja el estreno de «La Reina de España«. Grandes carteles así lo advierten. Al centro de la Plaza que le da nombre al cine, el inmenso árbol de Navidad, ese cuyo montaje apenas concluían la mañana que yo llegué, ya está encendido; y del acceso a la estación del Metro no deja de aparecer gente a borbotones. No tarda, alcanzo a escuchar de algunos curiosos bien enterados, en llegar Penélope Cruz. De pronto la duda de quedarme a esperarla se asoma. Años ha que la tengo entre mis mujeres predilectas. Nada habría que reprocharle a la suerte si en una de esas me concede verle de cerca. Sin embargo, todo luce tan caótico y tan incierto que ante la posibilidad de que ese «no tarda» se prolongue indefinidamente, prefiero seguir de largo hacia la Calle de la Montera, donde otro prematuro árbol navideño me aguarda como referencia.

Poco a poco, a mitad de un caos impregnado de un encanto particular que lo hace llevadero, le voy agarrando sentido a la noche. De la Puerta del Sol camino hacia la Plaza Mayor. Recorro azaroso los puestos del bazar navideño que recién han inaugurado y me dirijo hasta el Arco de Cuchilleros. Desciendo por sus escaleras con la inquietud de estarme alejando de mi ruta original. Otra vez dudo y resuelvo. A eso vine, a andar. Ya habrá oportunidad de rehacer senderos si me equivoco. Siguiendo mis pasos, sin mirar atrás y a unos pocos metros, he dado con la Taberna de la Daniela, desde donde esto escribo. Lo hago acompañado de un humeante cocido madrileño y una botella de Coca Cola helada como las plantas de mis pies. Para cerrar con broche de oro, una garrafa de tinto y unas suculentas tapas me aguardan al otro lado de la mesa, cual si fuesen pecado en ciernes.

No bien he dado la última cucharada a mi cocido, Jacinto, el camarero, se acerca diligente a la mesa. En su mirada hay un brillo particular que transmite serenidad absoluta. Con total elegancia,  a mano zurda retira el plato y la botella vacíos. Con la mano derecha arrima las tapas mientras ordena a Isabel llenarme la copa de vino. Isabel me mira. Sonríe. Sabe que soy extranjero y pregunta:

-¿Le flipa Madrid, señor?

-No sé que sea eso- le respondo.

-¿Le ha gustado? ¿Le entusiasma? No sé. ¿Le parece linda?

-Me flipa. Me flipa mucho.

Jacinto sonríe y arrastra la copa de vino hacia mi lado de la mesa.

-Nos agrada que así sea, señor. Bienvenido sea. Siéntase cómodo y en casa. Nosotros seguimos a sus órdenes.

Ambos se retiran. Abro mi libreta y escribo el título que me faltaba: Del verbo flipar.

En la televisión frente a mis ojos, Penélope Cruz da una entrevista sobre el estreno de su película. Sigue siendo hermosa. Sigue siendo de mis favoritas. Tan lejos y tan cerca, pienso. Sin más consuelo, continúo haciendo notas y tomando vino.

Son casi las diez de la noche y este viernes no para de llover en Madrid.

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