Sobre la calle de Veracruz, en el barrio de Tizapán, estuvo la sastrería de mi abuelo. En realidad, que a mí me tocara, tuvo dos ubicaciones. Ambas sobre la misma calle. La primera, en un predio que prácticamente hacía esquina con el Boulevard Adolfo López Mateos; y la segunda, en un local a mitad de esa misma cuadra, junto a la vulcanizadora del Güero. Esta vez me refiero a la primera ubicación, a esa que, como mejor indicativo, todos en la familia solíamos llamar simplemente como “el terreno”.
Era, según evoca mi memoria, un predio grande, más largo que ancho y enclavado en un barrio que, como un efecto natural de la nostalgia, me parecía radicalmente distinto al de ahora.
La sastrería solo ocupaba la mitad del frente y una sexta parte del fondo. El resto del terreno estaba flanqueado por discretas construcciones. La casa de la tía Chuy, a la izquierda, era una de ellas, si no es que la única. A la derecha estaban otras idénticas, al menos así las evoco, de las cuales no ubico con precisión quién las llegó a habitar formalmente. Recuerdo, sin embargo, haber estado en su interior una tarde de fiesta, quizá cuando yo rondaba los siete años. Esa tarde todo el terreno se ocupó para dar cabida a los Flores y su vasta descendencia. Mesas adentro y mesas afuera. Comida y bebida en bendita abundancia y los vientos impregnados por el febril entusiasmo de los Flores Puente, quienes amenizaron el convite con su banda llamada “Acapulco Tropical”. Fue un festejo inolvidable. Los niños jugamos y convivimos con los primos que en otras circunstancias rara vez frecuentábamos. Los adultos, mientras tanto, discurrieron entre brindis y abrazos hasta que la noche fundó la promesa de una nueva mañana. Los primos de mi madre, toda una institución de cómo debe echarse una casa por la ventana a la hora de celebrar, no pararon de tocar sus canciones. Eso sí, conforme transcurrió el tiempo y los excesos hicieron mella, la banda fue aceptando nuevos e improvisados integrantes. En una de tantas, a la décima (o quizá la vigésima) vez que tocaron La Sirenita, mi padre ya estaba a cargo del güiro y mi tío Guillermo, dueño de una arritmia solo explicable a instancias del dios Baco, se había adueñado de las percusiones. Ese sábado de abril, en plena semana santa, nos fue carnaval.
Volviendo a la descripción del terreno, en medio de las construcciones había un jardín. No hallo en la memoria ocasión alguna que lo haya visto marchito o descuidado. A su alrededor había un sendero en el que llamaban poderosamente mi atención las canicas que, según me dijeron, había dejado ahí incrustadas el tío Canito, cuando el cemento aún estaba fresco. ¿Por qué dejó ahí semejante tesoro? Nunca supe, pero en más de una ocasión hice el intento de sacarlas sin éxito.
Y al final del jardín, donde pasto y cemento se disputaban los linderos, recargada sobre el muro que daba fin al terreno y creciendo a pesar de éste, estaba una higuera a cuya sombra solía llevarme el abuelo. Ahí aprendí a jugar con las hormigas, ahí descubrí otros bichos: cochinillas, catarinas y caracoles. Jugué con hilachos, retazos y botones que guardaba para que yo me entretuviera; y entre tales juegos, ahí también solía explicarme las bondades de ir a la escuela, cuando yo, con toda la certeza que un individuo puede tener a los tres años, me rehusaba a creer que la escuela podía hacer algo por mí.
En algún momento las negociaciones terminaban por ir a ninguna parte. Entonces mi abuelo sacudía mis manos y las limpiaba con su pañuelo. Extendía su brazo y tomaba de la higuera un fruto, el cual partía por la mitad. La porción del tallo se la llevaba de inmediato a la boca. Sonreía. Lo hacía como solo él sabía hacerlo y como ahora, creo, solo mi primo Horacio puede lograrlo. La otra mitad me la ofrecía en señal de inmediata e inapelable reconciliación. Nunca dudé en comer de lo que me ofrecía, así que tomaba el higo y lo mordía con un sentimiento que a la fecha no puedo explicar.
No mucho tiempo después fui a la escuela y los higos se volvieron, entre mi abuelo y yo, un banquete compartido, un ritual de paz. Desplazamos las excusas para obsequiarnos razones, pero principalmente, nos dimos el gusto, como después lo hicimos con los acociles y años más tarde con el aguamiel, de compartir el placer que la vida obsequia a quienes aprenden a desentrañar la esencia de cada momento. No obstante, los higos, en esa religión politeísta que fundé a partir del amor a mis abuelos, son sinónimo de tranquilidad, aprendizaje y promesa de abundancia.
Anoche me soñé en el terreno, al pie de la higuera comiendo higos. Era de noche, estaba bajo la luz de una luna serena y envolvente. Era el Tizapán de antes, de entonces. Los higos estaban frescos y yo no los cortaba. Alguien ya los había cortado por mí. No lo sé. Algo me dice que todo, por fin, va a estar bien. Que no tarda en llegarme un remanso de paz.
¿No es así, abuelo?