Hace meses que he querido escribir y sin embargo no lo he conseguido. El agobio, primero en esa su versión más cruel que es la angustia, y después, desde aquella más solemne que es el duelo, no me lo había permitido. Más de una ocasión lo intenté, he de ser sincero, casi todas desde la impertinencia del insomnio. A mitad de la noche, entre sueños que no cuajaban, logré figurar algunas frases que pretendían convertirse en historias. Seguramente a instancias de la somnolencia, en un comienzo tales oraciones me parecían magníficas, o ya de menos con el potencial suficiente para sacar algo bueno de ellas; pero una vez puestas en el papel, no bien había que tirar de la inspiración para darles forma y así ligarlas a otras hasta poder armar un contexto, toda pretensión se desvanecía, asumiendo con la franqueza que solo el silencio de la madrugada obsequia, lo que como tal nunca dejaron de ser: frases sueltas sin más origen que la necesidad de obligarme a hacer aquello que hasta hace no mucho aún podía lograr sin tanto esfuerzo.
Así, pues, había que admitirlo, algo en mí se había desconectado. Las ideas estaban, pero no fluían. No trascendían en sentido alguno y permanecían inertes en la incomodidad de lo que, no obstante imposible, se resiste a abandonar su condición de buena idea. Entre tales esbozos estuvo, por ejemplo, la mujer de ojos color aguamarina y su pocito de peltre. También estuvo un hombre en edad madura que después de años vuelve a la ciudad en busca de su primer amor -quizá la mujer de la que recién he hablado-. Estuvieron, o están, los encuentros entre ambos, incluidas las charlas, miradas, dudas y entuertos; así como la detallada descripción de las calles y habitaciones que hicieron posible tales eventos. Ahí está todo, todos y yacen desde entonces, tal hombre y tal mujer, en las páginas borroneadas de una libreta que cualquier día de estos se transforma en recetario.
Sin recuperar el hábito del sueño y consciente de que las ideas iban y venían afanosas de hallar salida, seis semanas ha que dejé de escribir, o cuando menos de intentarlo. Desde entonces, no sin ciertos reproches, he transigido los días en la certeza de que tal decisión habría de resecarme aún más el ánimo. Por ello, urgido de respuestas que me ayudaran a explicarlo y quizá a remediarlo, aposté, como suelo hacerlo, al efecto medicinal de la música y la relectura de algunos libros. Fue entonces cuando, nada que ver con música ni con libros, pero sí con ciertas gestiones del azar, llegó a mis ojos el video en el que Carlos Tevez explicaba las razones que lo llevaron a retirarse como futbolista profesional. El Apache, un hombre de infancia brava y complicada, que no obstante llegó a lo más alto del balompié, explica en esa entrevista a Alejandro Fantino el trasfondo, aun y cuando estaba en plenitud de condiciones, de tan importante decisión. Con el rostro evidentemente endurecido por las emociones que le embargaban, a respuesta de la gente y familia que le cuestionaban el retiro, pronunció aquella frase que, sin él saberlo, explicaba de un solo golpe lo que a mí me ha estado sucediendo: «Dejé de jugar porque perdí a mi fan número uno». Y se hizo, como él mismo lo platica, un profundo silencio.
Hace prácticamente dos meses que mi padre ya no está con nosotros. Se fue por la mañana de un domingo que, de acuerdo a mis planes, iba a pasar con él por la tarde. Lo hizo dormido, sin sobresaltos, sin percatarse de nada y sin llenar de angustias a nadie. Partió en paz, tal y como lo hizo también su padre y como espero me sea concedido cuando sea mi turno de hacerlo. Nuestro encuentro quedó pendiente, como lo están las historias en aquella libreta a la que he dado descanso. Se fue don Aurelio y a resumidas cuentas es por ello que quizá no he escrito: porque temo no sólo haber perdido a mi padre, sino a quien siempre y con más gusto me había leído. Parafraseando a Carlos que mejor que nadie supo explicar lo que siento, perdí a mi lector número uno y de eso no es tan fácil recuperarse.
No estoy en lo absoluto anunciando retiro alguno. Acaso quise venir a explicarme esta pausa. Quise hacerlo por aquí para dejar testimonio de ello y encontrar las razones cada que pase a buscarme por esta mi trinchera. Volveré, espero pronto. En algún momento, me lo he prometido, lo intentaré de nuevo, tal y como mi papá me lo hubiera exigido. Seguiré mientras tanto ideando desde la mente, tratando de hallar el camino que me traiga de regreso. Por lo pronto, ya les digo, hierve el agua en un pocito de peltre.