Cambio de luces.

El mensaje es claro y el anuncio que lo porta es evidente. Nadie, salvo un pelmazo, podría jurar no haberle visto. Y aunque así fuera, pues nunca falta quien se niegue ante lo evidente, subsiste el eventual conocimiento (ese que sin aparentemente haberlo aprendido de alguien, lo tenemos presente por obra de sabrá qué dios o qué hechizo) de que en toda autopista el carril izquierdo es solo para rebasar.

Quien quiera que alguna vez se haya puesto al volante de un auto lo sabe, o de menos lo intuye. Si el carril de la derecha, amén de otro anuncio igual de notorio e inapelable que el primero, está confinado para los vehículos más lentos y pesados, el de la izquierda debe de ser, sin que medie cálculo cuántico alguno, para aquellos que van a una velocidad, digamos, por encima del promedio y que además van inmersos en la labor de adelantar a quienes, en su soberano derecho de determinar con qué rapidez llegan a su destino, han decidido ir a una velocidad crucero.

Así, desdeñando cualquier intervención de la NASA y meramente tomando como referencia las mejores prácticas en materia de conducción, que además no son ni gratuitas ni fortuitas, pues tienen por objeto, en la medida de lo razonablemente posible, preservar la seguridad de todos los que transitan por la autopista; tenemos que si frente a nosotros no hay a quien rebasar, o si habiéndolo no hay manera de hacerlo con más velocidad que aquellos que ya se encuentran en la faena, nada justifica el deseo, ni tendríamos por qué sentir la tentación, de instalarnos en el citado carril de la izquierda.

La sana convivencia social, por inconcebible que a muchos pueda parecerle, se basa en reglas y depende de su debida observancia. Si no las hubiese o si su atención fuera competencia del libre albedrío, sobra decirlo, no seríamos sino una tribu de salvajes sin más límite que nuestra capacidad de imponernos a la brava. La humanidad, queremos creer no obstante las repentinas pruebas que lo ponen en duda, ha evolucionado de tal forma que, no sin penosas y recurrentes excepciones, la súbita hinchazón de gónadas como argumento para justificar nuestros atropellos ya no habla tanto de quién es el más fuerte, sino del que más traumas y complejos lleva consigo.

De ahí que llame poderosamente mi atención todos aquellos que, pasando por alto la indicación clara y precisa de no ocupar el carril de izquierda para un fin distinto al de adelantar a otros autos, se apoderan de él por el puro gusto de investirse como el padre de todos los tapones, alterando el orden que rige (o debiera regir) la sana convivencia de un paseo por carretera, poniendo en riesgo no sólo su integridad, sino la de todos los que, de forma por demás gratuita, se ven obligados a padecer su absurda osadía.

No me interesa, por cierto, indagar lo que piensan, si es que piensan. Me intriga, en cambio, el origen, la esencia, el vacío devorador que acusan y desde el que han cultivado sus complejos con el ahínco propio de quien solo quiere hacer las cosas por el puro gusto de joderle la vida al prójimo.

Y heme aquí, con la mirada fija en el camino al tiempo que cae la noche, pensando y hablando en voz alta, mientras a diestra y siniestra tiro unos cambios de luces, para que se quite del camino y me deje seguir rebasando este acomplejado hijo de sabrá chucha qué trauma.

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