Creo que no te lo he dicho aún, pero yo tenía ocho años cuando llegamos a vivir a Villa Fati. A esa edad, creo recordar, la vida no es tan compleja como lo es para un adulto al que, mírame ahora, se le complica hasta la labor de descorchar una botella de vino. No lo tengo muy claro, pero estoy seguro que nada me preocupaba en aquel entonces. La vida era sencilla. Sólo se trataba de la escuela, los deberes, los amigos, los juegos hasta caer la tarde. Me parece, a menos que esté olvidando algo importante, que no fui un niño problemático. Con mi hermana Liliana siempre me llevé de maravilla y con Inés tenía ese instinto protector que aún conservo. Para toda certeza habrá que preguntarle a mi madre, pero de menos era un chamaco que comía bien y de todo; hacía mis tareas, ayudaba a mamá a secar los platos, doblaba mi ropa y siempre evite, quién sabe si por prudencia o cobardía, meterme en líos que me pusieran en más riesgo del necesario. En el puerto tenía dos grandes amigos, Fano y Gil, y los tres solíamos hacer grupo con otros niños del barrio de los que, para serte franco, casi no recuerdo los nombres. Ubico a uno, de melena rizada y abundante, rubio él. Se llamaba Melquiades y últimamente se me ha aparecido en sueños. ¿Qué significará eso? A él lo recuerdo precisamente por esa combinación extraña de piel y cabello. Su madre era una mujer blanca como la cera, bella y de mirada altiva. Todos en el barrio se referían a ella como la rusa. El papá, en cambio, era oscuro como un cuervo a mitad de la noche, tal y como suelen ser los nativos de las playas del norte. Él trabajaba para la Guardia Costera y cuando no estaba acuartelado solía pasar las tardes regando el jardín o paseando a su perro por los alrededores del barrio. El perro era un enorme San Bernardo al que nadie se acercaba no tanto por el temor de ser mordidos, sino por el asco de morir ahogados en su abundante saliva. Ahora que lo recuerdo a eso olía Melquiades, a la saliva del perro que, si la memoria no me traiciona, se llamaba Bucle. A los demás los he ido olvidando, o peor aún, confundiendo. No sé si te haya ocurrido alguna vez, pero no es que los olvides, sino que los mezclas con otros hasta hacer de ellos un ser completamente híbrido. Recuerdas los ojos de uno, la sonrisa de otro, los gestos de éste y la voz de aquel. Los pones todos en el mismo rostro y tomas prestado el nombre de alguien más y se lo atribuyes. ¿Estás de acuerdo que no es que los estés olvidando, sino que tal vez al rescatar lo más importante de cada uno le facilitas a la memoria el trabajo de siempre tenerlos presentes? Es como cuando vas de viaje. Al principio lo recuerdas todo hasta el más mínimo detalle. Día, clima, lugar, compañía. Pero con los años, en la medida en que se acumulan las vivencias y el espacio para recordarlos es menos, lo condensas todo y sobrepones los recuerdos como si se tratara de un solo viaje. De repente no resulta difícil evocar una cena deliciosa ocurrida según tú en París, cuando en realidad ocurrió en un barrio de Montevideo. Yo estoy convencido que pasa lo mismo con las personas. Quizá si los viera por la calle logrará identificarlos, como quizá si volviera a esa fonda donde comí la mejor pasta de mi vida, deje de una buena vez y por todas mi necedad de todo radicarlo en alguna calle parisina y recuerde lo bien que la pasé por las solitarias calles de Pocito. Pues ya te digo, durante mi infancia en el Puerto la más de las veces la pasábamos en el parque que estaba al final de la cuadra. Ahí jugábamos a los apaches y a los vaqueros, a las canicas, a los encantados y cada que alguien conseguía un balón, lo que ocurría muy de vez en cuando, al futbolito. La esquina del parque con la tienda de ultramarinos era nuestro límite. Nadie debía ir más allá de ese lugar. Se decían tantas cosas y en aquellos tiempos todos éramos tan obedientes, que nunca supimos si aquellos rumores eran algo cercano a la verdad. Como sea, el parque nos bastaba y nos sobraba para pasarla de maravilla. Pero aún así, sabes, como quiera que fuera y no importaba lo que estuviéramos haciendo, a las seis de la tarde me despedía de los locos esos y yo volvía corriendo a casa. Subía a toda prisa las escaleras y me metía al cuarto de mis padres, desde donde veía a través de un inmenso ventanal la puesta del sol. ¿Has visto los colores que adquiere el mar cuando pareciera devorar al sol desde el horizonte? Yo te juro que muchos de esos colores todavía no tienen nombre. Pues cierra los ojos e imagina mi rostro mientras los miraba. Yo me transportaba y me daba una idea de cómo sería estar ahí, en el punto preciso en que el sol se deja caer tras la cortina de agua. En mis fantasías me imaginaba robando una barcaza y navegando las horas hasta llegar al sitio exacto. Me suponía de pie frente a esa inmensa bola color naranja al tiempo que apagaba su fuego en el fondo del mar. Nunca se lo conté a nadie. Temía pasar por un loco, o por un prospecto de delincuente. Mira que robarte una barcaza era una verdadera locura. Al margen del propósito que tuviera hacerlo, implicaba el inminente riesgo de terminar al otro lado del horizonte, tras la rejas; porque en el Puerto no se robaban los autos, no asaltaban a la gente, nadie se metía a las casas de otros para robar sus pertenencias, no. Robaban barcos, lanchas y barcazas. Y a quienes sorprendían haciendo eso, los mandaban a la cárcel sin más trámite ni reparo y allá adentro, se morían, o los mataban, ve tú a saber, pero nunca más volvían a ver la puesta del sol y eso a mí me daba mucho miedo. Como haya sido, el gusto me duró hasta los ocho años. La casa en Villa Fati quedaba muy lejos de la playa; así que el paisaje era radicalmente distinto. Desde todas las habitaciones podías ver el verde de la ladera y suponer, porque no te quedaba de otra, que atrás de esa montaña había un horizonte, y que en ese horizonte también se hacía guardar el sol. A partir de los ocho años los relámpagos ocuparon el lugar vacante de las puestas del sol en mi catálogo de asombros. Aprendí que una vez que visualizas la centella cuentas los segundos hasta que se hace oír el trueno; luego esa cantidad la divides entre tres y el resultado es el estimado en kilómetros a los que cayó el rayo. Mira que tan solo en el primer año llené una libreta con el registro de los relámpagos que fueron cayendo en las proximidades de la casa. Pero eso no fue lo único que aprendí. Casi al mismo tiempo me enteré que el sol no se apaga cuando entra al mar y aprendí que cada que se escondía lo hacía para aparecer en otra parte del mundo. También aprendí a hacer nuevos amigos. Todos venidos de todas partes. Todos con un antecedente diferente, pero dispuestos por igual a comenzar de cero. Qué alegría era eso, comenzar de cero. Un gesto que de niños no tiene tanta dificultad, quizá porque nunca terminas de darle la más mínima importancia. En fin, en el cuarto de mis padres ya no había un ventanal desde donde mirar el mar, pero tenía una terraza a la que podía salir no bien caía el primer rayo, a sentir la brisa que precede a toda tormenta.
