Cuando llegamos a Villa Fati aún nadie había nacido allí. Todos venían de otras partes y si bien lo hacían con un mismo propósito, los movían diferentes razones. Nosotros lo hicimos en octubre de 1981. Meses antes mi padre había perdido su empleo en la Aduana General del Puerto y a pocos días de volverse un loco desempleado, en un golpe de suerte, descrito así por él mismo cada que tenía que relatar sus pormenores, se encontró en un restaurante con un muy amigo suyo, don Demetrio Calero, almirante retirado de la marina armada, quien a la sazón de algunos tragos y dejándose llevar, como le era habitual, por el espíritu indomable de la juerga, lo invitó a una fiesta privada, de esas que todos sabían ocurrían en el basamento del Hotel Soberano. Ahí, cuentan las malas lenguas, mi papá, entre otros desfiguros, se lio bailando con una mulata exuberante a la que llamaban por el nombre de Lucero. La tal Lucero era, según relató alguna vez la tía Begoña, una mujer liberiana de apariencia eterna que para nada perdía el glamur, menos aún la enjundia de su cuerpo bien estructurado. Por lo visto, Lucero era célebre en cierto círculo social del Puerto. Amiga de muchos, amante de algunos cuantos, ella solía ser pieza clave en la organización de aquellas fiestas clandestinas y por ende, contacto de primera linea entre los empresarios, malandros y autoridades que regían la vida política de la capital. Era, en pocas palabras, una mujer famosa, en los mismos términos que califican como tal a una leyenda: pocos podían asegurar haberla constatado, pero todos, de un modo u otro, sabían de qué se trataba.
A ciencia cierta, no se sabe qué pasó aquella noche entre mi padre y la tal Lucero. Lo que sí se supo, pues mi madre, agobiada por los rumores de que mi papá tenía una amante, tuvo que sacárselo como condición para abandonar el puerto; es que Lucero y mi padre se vieron un par de veces más. La primera, juró él por sobre todas las cosas, ocurrió en una cafetería poco concurrida no muy lejos de la Rotonda. La segunda, en cambio, aconteció nuevamente en una de esas fiestas, a la que mi padre acudió ya no como invitado incómodo, sino como convidado directo de quien definía la lista y la agenda de esas reuniones. Del primer encuentro sólo dijo haber charlado. Nunca aclaró de qué. En el segundo, aseguró que Lucero lo llevó para presentarlo con Giorgio Prodan, un ítalo-rumano recién llegado al Puerto. Giorgio, hombre entrado entonces en los cuarenta, delgado y de apariencia refinada, era propietario de Prodan Macchina e Industria, una empresa dedicada, entre otras cosas, a fabricar maquinaria especializada para la industria minera. A Prodan lo acompañaban dos sujetos, Ígor Tarasov, agente soviético vinculado al grupo que poco a poco iba llegando a la Provincia de la Sierra; y Macario Celso, sujeto cercano y de todas las confianzas del presidente Méndez Cota. Aquella noche mi padre y Prodan habrán charlado acaso una hora. Después el propio Giorgio lo envió de regreso a casa en la limusina que había rentado. Al día siguiente, sin que mediara más razón que un ahora vuelvo, mi papá salió para encontrarse en el propio Hotel Soberano con aquellos tres hombres. En su compañía pasó los siguientes cuatro días y volvió a casa, tan ojeroso como sonriente, con la novedad de haber encontrado empleo. Giorgio, relató días después como parte de aquella confesión que mi madre le obligara hacer, decidió, siguiendo una sugerencia de Macario, nombrar a mi padre como gerente general de su empresa. Había que explotar sus conocimientos aduanales y su perfil era propicio para los planes del grupo. La oferta era jugosa: un sueldo mucho mejor del que mi papá recibía como inspector aduanal, casa, auto, vacaciones pagadas, escuela para nosotros tres, membresía en club deportivo y hasta la posibilidad de un crédito para que mi mamá abriera un negocio propio. Todo sonaba maravilloso. El detalle, porque siempre hay un detalle, decía también la tía Begoña, es que la empresa tendría sus oficinas en la hasta entonces poco conocida Villa Fati.
No sé si mi mamá quedó satisfecha con la explicación que le dio mi padre. Desconozco si la sospecha de una amante se disipó, o si solamente aprendió a vivir con tal recelo. Durante las siguientes dos semanas, ella nunca volvió a tocar el tema y pese a las ausencias recurrentes de mi papá, atribuidas a la necesidad de afinar ciertos detalles, se dedicó con sobrada abnegación a elegir y descartar las cosas que integrarían el menaje. No era necesario llevar mucho, solía decirle mi padre cada que volvía a casa. Allá, porque siempre se refería así de nuestro nuevo destino, nos esperaba todo nuevo, todo diferente. Aun así, pasando por alto la repentina ligereza de su marido, mi madre se tomó el debido tiempo para decidir la suerte de algunas cosas. Ella, comprendí con el paso de los años, siempre ha sido una mujer de apegos y si por ella hubiera sido, estoy seguro de que lo habría llevado todo. Como sea, es innegable que cada cosa forma parte de la memoria y no hay nada que se salve de estar ligado a un recuerdo; y mi madre, me queda claro, es una mujer de profundos recuerdos. De tantos que por eso dudo que haya olvidado aquello de que toda esta mudanza tenía como origen la probabilidad de que mi padre haya tenido una amante.
Cuando menos lo imaginamos ya todo lo que partiría con nosotros estaba en cajas y perfectamente organizado. Era la hora de la merienda cuando unos hombres tocaron a la puerta, saludaron y sin más comenzaron a cargar las cosas. Mis hermanas y yo dejamos el cereal que estábamos comiendo y corrimos a la ventana a ver cómo lo hacían. Nos sorprendió la fuerza de aquellos hombres que poco tenían de humanos y sí mucho de máquinas programadas. Como hormigas, uno detrás del otro en perfecta sincronía, subieron todo a una velocidad sorprendente. Tardaron tan poco tiempo que cuando mi madre nos hizo volver a la mesa, nuestro cereal seguía tan crujiente como si recién lo hubiesen servido. El camión, lo recuerdo, era largo y alto. La caja estaba pintada de azul y blanco y tenía dibujada la cabeza de un halcón peregrino mirando hacia el frente. El conductor, a diferencia de los hombres que hicieron la carga, era menudo, regordete y sólo miraba a la distancia. De vez en cuando se acercaba al camión y le pasaba una franela por las lámparas y la cubierta del motor. Lo hacía como si estuviera limpiando no un camión, sino acariciando a un caballo y como si el caballo estuviera listo para ganar el Derby de Kentucky. Aquel hombre sabía que yo lo miraba y era evidente que estaba dichoso de ser el jinete al mando. Definitivamente mi asombro debió ser alimento para su orgullo.
Aunque no era extraño ver uno de esos camiones en el Puerto, sí era encontrarlo en las calles de nuestro vecindario. Si acaso hubo alguna intención de hacer la mudanza de manera discreta, la pura presencia de ese mastodonte bastó para dejar en claro que la familia Sagastizábal no sólo se mudaba de casa, sino que, todo así lo indicaba, se iba lejos. Como quien no quiere la cosa y como siempre resulta natural en estos casos, algunos vecinos se acercaron hasta el jardín en busca de mis padres, tratando de hacerse con la novedad. ¿Qué hay vecino, por qué tanto movimiento? No me diga que se van, vecino. ¿Y ahora a dónde, don Néstor, doña Angelita? Mis padres, ciertos de que algunos de esos curiosos eran también antenas repetidoras del rumor esparcido sobre la amante de mi padre, optaron por no ser tan abiertos. En algunos casos fruncieron el ceño, en otros encogieron de hombros. Las más de las veces negaron cualquier mudanza y en su lugar alegaron un simple cambio de mobiliario. La gente, consciente de que mi padre recientemente había perdido el empleo, sabía que eso era una mentira. Que en todo caso nos íbamos porque no había forma de mantener esa casa sin un ingreso constante. Asumían que era el principio de nuestro fin y tenían una insuperable necesidad de confirmarlo. Sin embargo, al no haber respuestas claras todo volvió a entrar en el terreno fangoso de la especulación, donde mi padre, al mismo tiempo, no tenía un clavo para sostener su casa, pero sí, escenario por demás improbable para alguien sometido al infortunio, tener el descaro de mantener a una amante. Lo único cierto era que había un camión gigantesco a las puertas de la casa y si ver cómo lo cargaron fue un espectáculo, mirarlo partir por las estrechas calles sería algo mucho más vistoso aún para un niño de nueve años como yo.
Era ya de noche cuando partió el camión con nuestras pertenencias. En la casa vieja nos quedamos sólo con lo básico para dormir y partir al día siguiente. Ni mi padre, ni mi madre, menos mis hermanas y yo, conocíamos el lugar al que llegaríamos, ni la casa en la que habitaríamos. Íbamos con los ojos vendados con promesas e ilusiones. A las seis de la mañana de aquel veintitrés de octubre, mi padre entregó las llaves de la casa a la tía Aitana y subimos al auto para hacer el recorrido de ocho horas y media que ocupa cruzar la sierra. Dejamos atrás el mar y nos internamos en la montaña. Nos despedimos de las mangas cortas y dimos la bienvenida a las mangas largas. A las cinco de la tarde de ese mismo día, Inés, que para entonces tenía apenas cuatro años, encontró la primera liebre de montaña en el jardín de la nueva casa. La adoptó y le puso por nombre Lucero. Cuando mi mamá le preguntó el por qué de ese nombre, Inés le dijo haberlo escuchado muchas veces de la tía Begoña cuando iba a la vieja casa a tomar café. A mi madre no le cayó en gracia la decisión, pero no tenía sustento para contradecir la voluntad de su hija la más pequeña. Inés, que nada entendía ni tenía por qué, jugó con Lucero el resto del día hasta quedarse dormida. La mañana siguiente Inés salió al jardín en busca de la caja que mi papá acondicionó como cama de Lucero. Para su sorpresa la encontró vacía. Envuelta en llanto preguntó a todos si habíamos visto su liebre y la única que supo dar razón de ella fue mi mamá. Seguro se regresó al monte, le dijo. Las liebres no son animalitos que gusten de quedarse en casa. Para consolarla, mamá le prometió que después irían al monte a buscar otro animalito más propicio para mascota. Por la tarde, mamá nos llamó a todos a la mesa y nos sirvió un caldo de pollo que, cosa curiosa, no sabía a pollo.
Después de aquella, Inés adoptó otras cinco liebres. Ninguna volvió a llamarse como la primera. Ninguna, tampoco, volvió al monte ni abandonó la casa.