Villa de Fátima de las Minas del Este. Vaya que es un nombre largo para un pueblo tan pequeño. Ninguno que yo recuerde, sean propios o extraños, lo llamaba de ese modo. Nadie se atrevía. La posibilidad de equivocarse era tan grande, que se ahorraban la vergüenza de apenas intentarlo. Ni siquiera en la escuela lo hacíamos así y mira que en las ceremonias cívicas, después de los honores a la bandera, cantábamos una oda a nuestro “amado terruño”. Esa oda, escrita por el profesor de música a encargo de la directora, sí citaba en su versión original el nombre completo del pueblo:
“Que en el bosque tus árboles toquen el cielo y él se vista de un eterno celeste; de tus cavernas saquemos el brío candente, amada Villa de Fátima de las Minas del Este.”
Ahora que la recuerdo, no sonaba mal. Pero una cosa es recitarla y otra muy distinta cantarla. Yo te juro que apenas llegábamos a la parte del brío candente, toda armonía se iba al traste y terminaba por no entenderse nada. El profesor se enojaba y nos hacía repetirlo una y otra vez en los ensayos. Pero de verdad no era que no quisiéramos. La sola dificultad de decir sin respirar todo ese verso, aunado a la falta de técnica que, como es natural en un coro improvisado, nos caracterizaba, hacían de ese cierre magistral algo fuera de nuestros párvulos alcances. La versión final, la que presentamos por primera vez en presencia de la alcaldesa Martorell durante el quinto aniversario de la fundación de la Villa, dejaba de lado esa estrofa y la suplía con un tarareo suave al que todos los chamacos le agarramos gusto desde un comienzo. A partir de entonces ya no hubo forma de cambiarla. Los del coro nos negamos rotundamente a retomar la primera versión y así se quedó para siempre.
El origen del nombre de la Villa es claro a medias. A finales de 1979, una expedición de geólogos descubrió en la Cuenca de Lobos, justo entre los cerros Pana y Gorrión, un brutal yacimiento de tungsteno. Como siempre ocurre en esos casos, la noticia corrió como un logro del gobierno en turno; y éste, urgido de un golpe mediático que en algo hiciera olvidar sus malos resultados, no dudó en subirse al tren del entusiasmo y prometer el oro y el moro del desarrollo regional. Por entonces nadie en estos rumbos sabía mayor cosa del tungsteno; acaso que en apariencia era muy parecido a la plata. Lo que sí se sabía, o se tenía claro cuando menos, es que este tipo de descubrimientos son generadores naturales de progreso y riqueza. Algo que ningún político puede darse el lujo de despreciar. Sin embargo, habida cuenta de la ignorancia reinante y de la premura con que debían darse los resultados, era evidente la necesidad de aliarse con alguien de más experiencia, así la experiencia se definiera simplemente como la capacidad de poner el dinero. Así, sin más criterio que la existencia de favores políticos pendientes de honrar, el gobierno pensó que asociarse con los soviéticos era la mejor opción.
Lo primero que hizo el presidente fue designar una comisión para analizar, con carácter de urgente, la viabilidad del proyecto minero más grande del país. La promesa era colocarnos, tan pronto como fuera posible, entre los principales productores de este mineral en el mundo. Conforme los resultados de la comisión llegaban a la mesa del presidente, este corría a platicarlo con los soviéticos, que desde luego nunca miraron con malos ojos la oportunidad de hacer crecer, a costilla de las minas si así quieres verlo, sus áreas de influencia en el continente. Así, al cabo de unos meses, en la premura de capitalizar políticamente el descubrimiento, se abrieron las minas de San Antón, la Canasta y la más grande, la Mina de la Buena Esperanza. Paralelamente, el gobierno anunció la creación de la Compañía Nacional de las Minas del Este, encargada de la administración y explotación del Yacimiento Mineral de la Provincia de la Sierra.
Como era natural, el proyecto necesitaba de gente y la gente, a su vez, necesitaba de un lugar en dónde vivir y hacer su vida. Como la zona de las minas era muy accidentada y todos los recursos disponibles alrededor eran para uso y consumo de aquellas, no hubo más remedio que buscar otro lugar para erigir la Villa. Tampoco es que hubiera tantos. Antes del descubrimiento de las minas nadie vivía de ese lado de la sierra. Así que de un modo u otro se trataba de encontrar lo menos peor. Al final, el sitio elegido fue una planicie relativamente alta, ubicada en las faldas del Cerro de las Liebres. En el lado opuesto, frente a la planicie, había un valle amplio y apacible por el que cruzaba una vertiente algo caudalosa del río Asunción y, quizá lo más importante, es que no muy lejos de allí, al sur, pasaba el único camino que conectaba a esa zona, por lo demás remota y olvidada, con las principales ciudades del país.
Con una velocidad sin precedentes se construyó el ayuntamiento, una pequeña plaza de armas, unas bodegas que hicieron las veces de tiendas de autoservicio, la escuela pública y un sanatorio médico. Al mismo tiempo, se proyectaron dos barrios. En uno, al norte, se construyó una unidad multifamiliar con una arquitectura al más puro estilo soviético. En ella se tenía pensado que viviría el personal al servicio de la Compañía. En el otro, más pegado al valle, se proyectó algo más parecido a un desarrollo residencial. La idea era que ahí vivieran los ejecutivos y directivos de las empresas de apoyo a la actividad principal. Hubo un tercer barrio, uno que siempre mantuvo un velo de misterio o inalcanzable. Este barrio, conocido por obvias razones como la Nueva Moscú, estaba adentro del valle, a las orillas del río, en lo que al cabo del tiempo se convirtió en la Presa Madre Liebre, o Leonida, en franca referencia a Leonid Brézhnev.
En enero de 1981, mediante el Decreto Oficial 1/81, el presidente Méndez Cota promulgó la creación de la Villa de Fátima de las Minas del Este, perteneciente a la Provincia de la Sierra. Aunque todos lo recibieron con vítores, nadie supo de primera instancia de dónde había salido el nombre de Fátima. Al principio, los más creyentes, supusieron que era en alusión a la Virgen que lleva ese nombre, de la que se pensaba era fiel devoto Méndez Cota. Al cabo de los años y tras la publicación de una de tantas biografías no autorizadas de aquel célebre mandatario, nos enteramos, sin echar por tierra la connotación devota de su designio y sólo ajustando a un plano más terrenal el objeto de tal fe; que Fátima era el segundo nombre de Luciana Martorell Rivas, primera munícipe de la Villa y conocida, aliada, cómplice y amante de Méndez Cota.
Pero olvidemos, pues, aquel nombre impronunciable con el que bautizaron a este pueblo de mi infancia y déjame que te platique algo de lo que viví en Villa Fati, que es como todos terminamos por llamarle.