Tres años estuve con las monjitas. Hasta entonces, verdad de Dios, los mejores tres años de mi vida. Con ellas aprendí de todo, joven Jerónimo. De todo lo bueno, me refiero, porque de lo malo yo ya traía escuela, ¿a poco no? Las monquis, como les digo de cariño, me enseñaron, en la cocina, fíjese usted, a hacer arroz, mole, galletas, buñuelos, pollo, unas ensaladas bien sabrosas que le encantaban al padrecito Sosa. Aprendí también a hacer atole: de arroz y champurrado, desde luego, pero también de piñón, de cajeta y hasta de mazapán. ¿Lo ha probado? ¿No? No sabe lo que se ha perdido. Mermeladas, también mermeladas, claro. Fuera de la cocina aprendí a coser y a bordar, que no es lo mismo. A tejer no aprendí, para que vea. Es que nunca me gustó. Siempre se me hacía nudo el estambre y pues para las cochinadas que me salían, así mejor le dejé. Aprendí jardinería. Hasta planté, fíjese, unos rosales que con tantita suerte todavía deben florecer en el patio del claustro. Mi papá hubiera estado muy contento de eso. Aprendí a multiplicar y a dividir. Las capitales de los estados y desde luego, la palabra de Dios. Nunca me había sentido tan mimada y comprometida. O cómoda. ¿Qué habrá sido, oiga? La cosa, joven Jerónimo, es que tres años se pasan rápido. Más si uno se la está pasando bomba. Cuando menos me di cuenta ya estaba a días de cumplir 18 años y, pues, tenía que tomar una decisión. Las monquis no permiten que uno se quede en el claustro después de cumplir la mayoría de edad, a menos que una quiera seguir sus pasos. Y verdad de Dios que ellas lo hicieron todo a su alcance para que yo me convenciera y adoptara los hábitos. Hasta una misa especial me hicieron, imagínese. Pero qué va a ser, joven. Yo estaba agradecida como con nadie lo he estado, se lo juro. Hasta cariño sentía por sor Romina, la más cabrona y malhumorada de todas. Pero no. Yo era flor de otra maceta. Como le dije, estaba feliz y cómoda. ¿Qué más se puede pedir? Pero yo ya había probado la carne y, que más que la verdad, ya estaba marcada por eso. Tantas curvas no iban a hallar sosiego debajo de una túnica, así me jurarán que el amor de Dios cubriría todas mis necesidades. Porque bueno, ponga usted que las necesidades sí, ¿pero y las necedades? ¿Qué hace uno con las necedades que, más allá del bien o del mal, también forman parte de uno? Además, le voy a confesar algo, joven. Yo no le encuentro sentido a eso de vivir con la culpa y el arrepentimiento a flor de piel. La vida, verdad de Dios, es una; y mire que para saber eso no se necesita ir a la escuela. Pero más que eso, la felicidad eterna es una tontería que nos hemos inventado para creer que la tristeza no puede ser sino pasajera. No, joven. Las cosas no son así y chingadazos sobran para tenerlo claro. La vida, como la marea, son altas y bajas; y todas, unas y otras, son el mismo mar. Eso sí, según he podido ver y dígame si no le parece correcto, son más bajas que altas, porque si Dios hubiese querido que nos mantuviéramos permanentemente en las altas, nos hubiese dado alas como a los ángeles. Pero como no, como no tenemos más remedio que rozar todos los días con los pies el infierno y sortear la tentación de caer en él, no siempre con el éxito que uno quisiera, ¿a poco no?, pues de menos hacemos a un lado la culpa y el remordimiento, que dicen es el único camino hacia el perdón de Dios y vivimos como sea que nos toque la rifa, unos días en la paz del consuelo, otros en el regocijo del pecado.
Pues ya le digo, cumplí 18, las monjas me hicieron el pastel más lindo que me han hecho en la vida, me abrazaron, me llenaron de bendiciones y al día siguiente, apenas cantaron los gallos, se reunieron todas en el portón para verme partir. Ay, perdóneme, ya se me aflojaron las lágrimas. Siempre me pasa. Recordarlas me mueve muchas cosas por dentro. Y aunque nunca me he arrepentido de esa decisión en particular, de sólo traer a mi mente la imagen de sor Leticia llorando como si estuviese perdiendo una hija, me es inevitable preguntarme qué habría sido de mí de haber tenido una madre como ella.