El bucle.

Tres quince de la madrugada. Hace frío allá afuera. El bulbo de la farola, esa que queda justo frente a la ventana, parpadea dando la falsa sensación de centellas cayendo sobre la acera. Sobre la calzada, un automóvil pasa, sigue de largo, se aleja. El ruido del motor deja un leve tremor sobre los vidrios, en las repisas y en el cristal de una jarra de agua, que esta noche se encuentra a medio llenar, o a medio vaciar, según quiera verse, según apetezca a la mirada. Al otro lado de la calle un hombre pasa y detrás suyo va un perro que no pierde oportunidad de lanzar olfateadas. Al sentirse solo, el hombre reduce el paso, baja el ritmo, lo aguarda. De dos palmadas llama la atención del perro y éste lo mira, menea el rabo y sigue, lo sigue detrás suyo, sin alcanzarlo del todo; y así se alejan ambos, el sujeto con las manos en los bolsillos de los pantalones y el animal sin dejar de olisquear ni menear el rabo. De pronto alguien, en algún lado, tose. La tos es fuerte, insistente, al borde de la náusea y del desparpajo. Pareciera que el autor del tosido va a desarmarse, a caer en algún sitio en mil pedazos, pero repentinamente, cuando sólo era cosa de esperar el estallido, como un acto de magia que nadie espera, deja de expectorar, propiciando que el silencio recobre su señorío. Adentro, mientras tanto, cruje la duela y de pronto también crujen los muros. Nunca nadie ha sabido darle una explicación a tal cosa, pero crepitan como si se estirasen y luego se recogiesen sobre sí mismos, poniendo a prueba sus límites y resistencias, blandeces y bríos. En la alcoba tales chasquidos resuenan como si todos ocurrieran ahí mismo, o de menos se juntaran y se sucedieran incansables, como queriendo despertar al hombre que yace sobre la cama, en decúbito, cubierto hasta la barbilla y con los pies expuestos al frío. Adentro del hombre, pues sobre la cama sólo él se encuentra, sobreviene un latido rebelde que comienza, pero no concluye, instalándose en el valle de sus pulsaciones sin hallar salida, ni sosiego. Es un hecho que punza, duele, fastidia el latido. Por eso el hombre abre los ojos y respira. Se exalta. Le falta el aire y la calma; el sueño que ha perdido y la sensación de que descansa. De su frente, se percata, bajan caudales de líquido frío y cristalino. Le sudan las palmas, las yemas y los testículos. Están empapadas de su sudor las sábanas, la almohada y sus vestigios. Pero no importa, como sea, como todas las noches a esta hora de la madrugada, se sienta a la orilla de la cama y se lleva las manos al rostro, se frota los ojos y se mece las canas. Inhala y fija la vista en la ventana contando los destellos que se cuelan por debajo de las persianas. Uno, dos, tres, cuatro, exhala. Piensa. Piensa en todo y piensa en nada. Trata de recordar, primero, lo que hizo ayer, y luego el sueño que soñaba. Pero no puede, no recuerda nada. Evoca, invoca, se encomienda y aclama. Sus días, iguales e inclementes de un tiempo a la fecha, ocurren como un bucle que no mengua ni se acaba. Y el hombre se encorva, se marchita sentado a la orilla de la cama. Y así se queda. Así permanece, con la mirada fija y lánguida el alma. Y las horas pasan, la duela cruje y los muros truenan. A la distancia alguien tose, una farola destella y el aire trae el murmullo de un perro que ladra. Y al igual la vida, no la duela, ni los muros, ni la farola, ni ese alguien, ni el perro, cruje y truena y destella y tose y también ladra; una y otra vez, insomne e incesante, hasta que amanece y un nuevo día amenaza.

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