Algo de beber (4a. Parte).

IV.

No tienes que decirlo: no te agradan las salas de última espera. Te parecen espacios absurdos, aberrantes; áreas plagadas de rostros tiesos, de humores nauseabundos, de actitudes patéticas, de ansiedades tumultuarias. Lo mismo es en cualquier aeropuerto. En unos más que en otros, pero igual las cosas, al fin y al cabo, en todas partes. Como cada vez que vas a viajar, haces un esfuerzo. Te cuesta trabajo, nadie duda de ello. Por eso buscas la hilera más lejana. Una que te permita perder la vista en cualquier parte sin necesidad de pasar por las personas que te rodean. Lamentablemente, esta vez la suerte no está de tu parte. En contra de todos tus pronósticos, la sala está llena y es difícil encontrar un asiento libre. No sin cierto esfuerzo, a merced de una duda repentina que te obliga a meditar otras opciones, das con uno que justo está a mitad de las filas centrales. Te acercas y te sientas. A tu lado, una señora que no deja de mirar su teléfono, apenas y se da cuenta de tu presencia. Retraes el brazo que da hacia ella. Es notorio que quieres evitar a toda costa cualquier contacto. A tu otro costado, por cierto, está un niño que duerme con la boca abierta y con la cabeza reclinada sobre el hombro de su padre. ¿Acaso deberías sentir ternura?, te preguntas. Resoplas, te muerdes el labio, miras al techo y maldices en voz baja. Entonces sientes que alguien te observa. Intrigado bajas los ojos y te encuentras de lleno con la mirada del señor que está sentado justo enfrente. Es un hombre pasado en años, pasado en kilos, pasado en achaques. Lo sabes por sus ojeras grandes, por sus manos temblorosas, por su barriga desbordante, por el hilo de baba que le escurre desde ambas comisuras de los labios, pero esencialmente por su respiración odiosamente sonora y agitada. Antes de verte, intuyes, estaba leyendo el periódico que tiene tendido sobre su regazo. Te preguntas por qué él, como muchos otros, se sienten con el derecho de ocupar el asiento contiguo para colocar sus equipaje de mano. Sientes esa fastidiosa incomodidad que te producen casos como éste, así que no dejas de verlo, al tiempo que él tampoco deja de verte. Hay un aire retador en las miradas de ambos. Te das cuenta de que estás a nada de exigirle que ponga, como debe de ser, sus cosas en el piso; pero hacerlo con él, reflexionas, te obligaría a demandar lo mismo de la mitad de los ahí presentes y eso, la inmensa flojera que tal cosa te genera, te frena quitándote de golpe cualquier ánimo justiciero. Inhalas profundo como cada vez que debes llenarte de calma. Le sonríes forzadamente y a él, que solo Dios sabe si te quería devolver la sonrisa o una mentada de madre, le viene un acceso de tos que le sacude los pliegues del rostro. Entonces, la mujer que no se separaba por nada del mundo del celular, se levanta precipitadamente y va hasta el lugar del señor con una envase de broncodilatador en las manos. Con un movimiento por lo visto muy ensayado, lo toma por el hombro enderezándolo y en el bamboleó de la cabeza, sin más ayuda de nadie, le coloca la boquilla del artefacto en los labios y dispara el contenido una, dos y hasta tres veces. Tú te levantas. Te retiras con prisa. No quisieras estar ahí si esos son los últimos minutos del señor que más mal te ha visto recientemente. Miras el reloj en un aire de forzada indiferencia y apuras el paso. Todavía faltan quince minutos para iniciar el abordaje, así que te alcanza el tiempo para ir por un café. Impulsado por algo que pudiera ser una culpa primitiva y atrofiada, miras de reojo hacia la señora y te cercioras de que ya todo esté bajo control. Por un lado, piensas, sería una tragedia si el vuelo se retrasa por culpa de una muerte inesperada. Por el otro, te asombra cómo nadie ha acudido en auxilio de la mujer que, eso sí, se dio tiempo de guardar el celular en la bolsa de sus pantalones tan feos como holgados. En una cosa y en la otra, confirmas que, por irónico que ello parezca, nada es más triste que una sala de última espera. El niño sigue durmiendo con la boca abierta. Su padre vela celosamente su sueño. Tú emprendes los pasos hacia la cafetería más próxima. Es el olor lo que te marca el camino. En lo que tú te alejas de la sala, llega a ella la tripulación del vuelo. Dos hombres y cinco mujeres. Tú no lo sabes, pero es a partir de aquí donde todo toma sentido. Pero no dejes que eso te cambie la idea. Sigue directo a dónde vas y aprovecha que no hay fila. Pide un café latte como corresponde a estas horas y por piedad, deja que yo me encargue del resto.

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