Algo de beber (3a. Parte).

III.

Te has quedado dormido. En un santiamén cerraste los ojos, bajaste la guardia, dejaste escapar un suspiro, desmayaste el mentón sobre el pecho y te perdiste colgando del cinturón de seguridad del asiento trasero. Estás soñando, así que no te alteres. Tu subconsciente, ni tardo ni perezoso, ha tomado el control y con toda la rebeldía e inmisericordia que le caracteriza, ha comenzado a llenarte la mente de aquellas imágenes que te habías propuesto olvidar desde la vigilia. Apenas te das cuenta, intentas despertar tratando de defenderte, pero no puedes. Algo te dice que, pese a tu resistencia, es un dolor de momento necesario. Así que la fatiga, que en tus sueños parece una diosa vestida de blanco, te toma de las muñecas y te sumerge en un pozo profundo en cuyo fondo yace una escotilla parecida al cinescopio de un televisor viejo, en el que una a una se van proyectando escenas, que sin un sentido aparente, terminan hablando de lo mismo. Jalas aire, pausas la respiración y todo tú quedas inerte, inmerso en una apnea fugaz, que en tu caso no es sino la frontera entre una ligera duermevela y una siesta absoluta de incierto retorno. Sin más, caes como plomo. La fatiga, que para entonces te ha ceñido a su seno, te lleva hacia las profundidades del pozo, hasta que das de frente con la luz de ese proyector antiguo. Entonces observas. Estas cierto que hace días que lo has preguntado; y que desde entonces te has dicho estar listo para saber la respuesta. Los nervios te comen. La angustia se apergolla en la boca de tu estómago y en el mundo de los vivos, aprietas los puños hasta hacer tronar los dedos. Fíjate bien lo que te digo: No te despiertes. Por nada del mundo vayas a despertar, ni pierdas de vista la pantalla. Esto va a ser más rápido de lo que temes. Aquella vez, recuerdas bien, la viste salir de tu casa con las maletas hechas. La dejaste partir sin siquiera pedirle una explicación. Te limitaste a mirarle marchar desde la ventana, pensando que seguramente volvería. Te carcomían los miedos, te devoraban las dudas y el dolor; pero no quisiste hacer más porque pensaste que sería cuestión de días u horas para que regresara. Pero no volvió. Esta vez, en tu sueño, haremos las cosas distintas. Los hechos habrán de replicarse con absoluta precisión, solo que ahora, lo puedes mirar en la pantalla, sales detrás de ella y tratas de detenerla. Forcejeas deteniéndola del brazo, suplicándole que no se vaya, que se quede, que no te deje porque te has dado cuenta de que la amas. Entonces ella, sin pronunciar palabra, se suelta y corre cruzando el portón. Haces lo posible por alcanzarla, pero tus piernas, que no son sino el depósito de tus emociones más traicioneras, te abandonan. Quieres pero no puedes. No te responden, son como un hilacho que apenas se arrastran. Ella gana distancia, se aleja. Le gritas. Abrumado por la desesperación le clamas que vuelva. Pero ella no te escucha, o más bien te ignora, y continúa su fuga. Sabes bien que no piensa detenerse, así que optas por cruzar el atajo que se abre entre las hierbas. Brincas troncos caídos, libras algunas piedras, asciendes un par de colinas y desciendes la misma cantidad de laderas hasta salir de nueva cuenta a la carretera. Sobre la curva, miras desconcertado, hay un auto blanco. A su lado un hombre joven, bien parecido, espera mirando atento hacia el otro extremo. Entonces decides no salir y quedarte allí, a observar desde los matorrales. El corazón se apachurra como una lata vacía de refresco. Un enorme hueco se abre en tu garganta y se anuda para evitar que el más mínimo susurro escape. Y entonces, lo que tanto presientes, ocurre. Alba aparece en escena con una sonrisa divina colgando del rostro, con ese andar gallardo, con la luz en los ojos y la libertad en las mechas de cabello que caen sobre su frente. Ubicas ese estado en ella. Lo has vivido y bebido de su piel, pero esta vez no es a ti a quien mira, ni es hacia tus brazos hacia donde se dirige. Y avanza decidida hacia aquél hombre mucho más joven que tú, quien para más señales la recibe con un beso largo y sublime. Lo demás no es necesario que te lo diga. Basta con que lo mires y sepas que conforme ella suba a ese auto su suerte no será ya más la tuya. Han cerrado las puertas ponen marcha colina abajo. Tú, como aquella vez, finalmente dejas que se vaya. Escúchame, es lo último. Así es como han ocurrido las cosas. Señor, señor, hemos llegado -te dice el conductor del taxi, tocando con sus dedos la punta de tu rodilla izquierda-. ¿A la curva? -le preguntas desde un bostezo prolongado. No, señor. Hemos llegado al aeropuerto. Abres los ojos, vuelves en ti. Bajas del auto para recibir tu equipaje. Estrechan las manos, te desea buen viaje. Das la vuelta y caminas hacia la puerta de acceso. Solo han sido quince minutos los que dormiste y como por arte de magia te sientes más ligero. ¿Qué cómo lo sé? Ya te lo cuento: Caminando por el pasillo viene de frente una mujer que cruza miradas contigo. Le sonríes, la dejas pasar de largo y de reojo te quitas la duda y le miras las nalgas. Lo dicho, no solo estás más ligero, sino que estás de regreso. Hazme caso, no pierdas tiempo en las pantallas, yo aquí te lo digo: tu vuelo parte desde la puerta cinco. Anda, aprieta el paso. Ya no hay tiempo que perder.

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