Algo de beber (5a. Parte).

V.

Los privilegios son para utilizarse. ¿Si no, entonces para qué? Pasaje en primera clase, tarjeta bancaria platino, socio premium del club de viajeros frecuentes. ¿Qué cosa podría impedirme entrar al avión antes que los demás? Nada, absolutamente nada. Por eso, apenas la señorita tomó el micrófono y anunció la proximidad del abordaje, huyendo del patético espectáculo que es mirar a la gente pelear por un sitio en la fila como si no tuvieran ya un asiento asignado, me planté frente al mostrador con todas las credenciales. ¡Señor Luque! -dijo la chica, no bien miró mi pase de abordar, con ese aire reverencial con el que cualquier empresa pide sean tratados sus clientes especiales-. Es un gusto verlo nuevamente. Sea usted bienvenido a bordo. Su voz, la recuerdo, era tipluda. Con un encanto fingido tan cagante, que perfectamente te quedaba claro que en lo absoluto le daba gusto verte, si es que acaso, yo no lo recuerdo, ya nos habíamos visto antes. Instantáneamente, en una acción mecánica y predecible, esbozó una sonrisa, pidió me abrieran paso y extendió la mano indicándome el camino frente a mis ojos. Que tenga usted un buen viaje, señor Luque -escuché por último de parte de ella-. Agradecí el gesto sin siquiera mirarla. Solo levanté la mano como quien se despide de alguien a quien da lo mismo si se volverá a ver, y entré al pasillo con un aire, triunfador desde luego, pero principalmente liberado. No pierdas de vista que para entonces yo llevaba dos semanas sin salir de casa. Aunque emocionalmente me sentía más estable, pues de otro modo no me habría atrevido a hacer ese viaje, los tumultos y las aglomeraciones eran algo para lo que no me sentía del todo preparado.

¿Te das cuenta de la tontería que estoy diciendo? No estaba listo para las masas, según yo; pero iba rumbo a Nueva York, no solo dispuesto a caminar por sus calles, sino con boletos para ir al teatro, a la ópera y a la exposición de Siah Armajani en el Metropolitan Museum of Art. Nada que suene como tal desolado, ¿cierto? En fin. Me fui por el tubo ese sin mirar hacia atrás. Supuse que después de mí venían los otros pasajeros viajando en primera clase y uno que otro con necesidades especiales, el viejo gordo de la tos apocalíptica entre ellos. Debía apurarme. No quería pasar por ese instante en el que el flujo de la marabunta se entorpece porque un pasajero nada más no termina de acomodarse en su asiento. ¿Sabes? Es una pena que hayan cancelado el nuevo aeropuerto. El que tenemos ya es tan viejo y tan penosamente disfuncional, que lo que antes era emocionante, como viajar en avión, se ha convertido en una suerte de vía crucis, no tan distinto al que se vive en una central camionera. En otros aeropuertos del mundo, fíjate, los pasajeros de primera y de negocios abordan desde un pasillo distinto al resto. Ya sé que me escuchó clasista, pero no es por eso que lo digo. Es un tema de eficiencia, no de discriminación. Es obvio que los pasajeros de clase turista son muchos más. ¿Qué necesidad de tenerlos esperando a que ocho, nueve, o doce cuando mucho, nos subamos y nos instalemos? Eso por un lado. Y por el otro, ¿en dónde queda el privilegio de los mil o mil quinientos dólares que pagamos en exceso, cuando ya sentados tenemos que soplarnos el ingreso de los doscientos o quinientos monigotes, qué se yo, que por si fuera poco en cantidades, entran al avión con el afán de una manada recién liberada de los corrales? No hace ningún sentido, ¿estás de acuerdo?

Entré al avión con el pie derecho y posando la palma de la mano izquierda sobre la bandera pintada en el fuselaje. No soy mucho de supersticiones, lo sabes; pero hay algunas que, sin más explicación, se van arraigando en uno con el paso de los años. Para qué quieres. No vaya siendo la de malas. Imagínate que por no hacerlo nos pase algo durante el vuelo. Sí, es una pendejada, lo sé. Pero más vale, más vale. El punto es que por hacer eso demoré un par de segundos en entrar al avión y en la prisa de recuperarlos tropecé con el borde la puerta, tiré el poco café que me quedaba, la mitad en el piso y la otra sobre mi suéter; y di la impresión de rodar por el suelo. Una de las dos sobrecargos apostadas al ingreso se acercó a mí tratando de ayudarme. Debí sonrojarme. Nunca me había pasado antes. El peso de mis cincuenta y cuatro años me cayó como un plomo sobre los hombros y el orgullo, que de por sí ya venía herido, se escurrió hasta mis tobillos como un calzón al que ya le falta el resorte. Por fortuna solo trastabillé. La asistente de vuelo se cercioró con toda amabilidad de que todo estaba como debía. Me miró a los ojos, sonrió y, exactamente en el mismo tono que la chica en la sala de espera, me dio la bienvenida. La otra, que no se movió porque tenía en las manos un paquete que debía entregarme, solo abrió los ojos y torció los labios como quien presiente que algo realmente malo está por ocurrir. Ya en la pausa que dejó tal caída en suspenso, nos miramos, nos sonreímos y dejamos que el protocolo siguiera su curso. Señor Luque, le hago entrega de su kit de viaje, me dijo. En él encontrará algunos implementos que esperamos hagan más placentero su vuelo. Yo, clavado en la inercia de mi torpeza inconclusa, no supe qué hacer; con qué mano tomar el paquete, dónde poner el vaso y cómo hacerme de mi maleta para llegar hasta mi asiento. La otra señorita, la primera de ellas, apremiada como si de su padre y no de un pasajero se tratase, retiró el vaso de mi mano, me acercó la manija de la maleta y me acompaño hasta mi asiento con el kit entre sus brazos. Qué pena, le dije mientras ocupaba mi asiento. Ella guiñó el ojo, puso en mi regazo el mentado paquete y acomodó mi maleta en el compartimiento sin decir más nada.  Para entonces ya había gente en la puerta, esperando a que el piso secara del café que había derramado.

El kit traía una cobija, unas pantuflas, un antifaz, un cepillo para el cabello, uno de dientes y una pasta dental. Aunque no era la primera vez que me daban uno, era el primero con la nueva imagen de la aerolínea. Nuevos colores, nuevas texturas. Nunca como hasta ese día me había sentido con ganas de no usarlo y llevármelo de recuerdo. Pero no, eso se me hace de pésimo gusto. Así que, para espantar cualquier posibilidad de caer en tentación, lo abrí y saqué el antifaz. Ya luego enderecé el respaldo de mi asiento, ajusté mi cinturón de seguridad y me puse cómodo. Me tapé los ojos. No quería ver a nadie. Me sentía como si ya todos se hubiesen enterado de que el fulano que había desparramado su café en la entrada era este que ahora miras. La gente comenzó a pasar. Lo escuché todo. Primero se ocuparon los asientos contiguos. Después subió el resto de la gente. Entre tanto ruido: el rodar de las maletas, el abrir y cerrar de puertas, el murmullo de las conversaciones y los sonidos propios de un avión al que no solo están retacando de gente, sino también de carga y combustible, pude distinguir la respiración agitada de aquel anciano de mirada rancia que por poco se nos muere en la sala de espera. Yo estaba así, mira, estático. Ya sabes, en esa estúpida idea de que si no me movía no me verían. Pero qué va. Te juro que sentí cómo me veía el pinche viejo conforme pasaba a mi lado. Con todo y el antifaz, te lo prometo, pude imaginarme su mirada agónica y rencorosa. De repente tosió con fuerza esparciendo su saliva maloliente por todas partes. Yo estoy seguro que lo hizo intencionalmente. Hijo de puta, pensé. Me dieron ganas de ir tras él y armarle el pedo que no le armé cuando estábamos sentados frente a frente. Pero logré contenerme. Algo me decía que no necesitaba de mí en su camino al otro mundo. Cuestión de tiempo, me dije. Me limpié la cara como si toda su saliva me hubiese caído en el rostro. Apreté los ojos. Los apreté fuerte. Tanto que no supe en qué momento me quedé profundamente dormido.

 No recuerdo si soñé y si lo hice, no tengo la más mínima idea en qué fue. Lo que es más, yo juraría que solo dormí cinco minutos, pero evidentemente no ocurrió así. Te puedo decir que en algún momento sentí el contacto de una mano sobre mi hombro. A la distancia, una voz suave me llamaba con cierta insistencia por el primero de mis apellidos. Lo habrá hecho unas tres veces antes de que yo tomara plena consciencia de que no era parte de sueño alguno, sino que se trataba de alguien que por algún motivo estaba procurando despertarme. Finalmente lo consiguió. Me sentí como si regresara de la profundidad de un océano al cual no tenía idea de cómo había entrado. Me llevó algunos instantes recordar que traía el antifaz puesto.  En una de esas, ni siquiera tenía claro en dónde estaba, ni qué estaba haciendo en ese momento. En cuanto me descubrí los ojos y durante el proceso de templar la mirada, vi una silueta frente a mí que paulatinamente fue cobrando forma. Y ahí estaba ella: envuelta en una falda ceñida y una blusa estrecha; con la cabellera perfectamente recogida por detrás de la cabeza y un maquillaje discreto, sí, pero no por ello menos llamativo. No dejaba de observarme. Era como si me estuviera dando tiempo para entender el momento. Los suyos eran los ojos más dulces y profundos que yo alguna vez haya visto. Y sus manos, tersas sin duda, las más bellas que te puedas imaginar. Un ángel en toda la extensión de la palabra. Estaba impactado. Respiré, parpadeé y volví a respirar. Con un dejo de duda y desconcierto sacudí la cabeza. Dígame, señorita, le dije. Muchas gracias, señor -pronunció ella con una dicción perfecta. Mi nombre es Alba y le ofrezco una disculpa por haberlo despertado. Estamos a punto de servir el desayuno. Este es nuestro menú para los pasajeros de primera clase. Si es usted tan amable, le suplico lo revise, me dijo. Y en lo que decide qué va a desayunar, remató sonriente, me pregunto si gusta que le ofrezca algo de beber.

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