Algo de beber.

I.

Las últimas lluvias del año caen en septiembre y lo hacen preferentemente de noche. No he visto el reloj, pero sé que aunque la madrugada aprieta, esta no transita hacia ese amanecer que pareciera se cuelga de las manecillas, interrumpiendo con su impertinencia el transcurso normal del tiempo. Tú estás despierto. Lo has estado desde hace más de tres horas y aunque de momento pareciera que recién te has levantado, lo cierto es que no solo ya te duchaste, sino que desde hace un rato has estado mirando por la ventana de tu sala cómo cae el agua en ráfagas sesgadas por el viento. Es verdad, de pronto los relámpagos te asustan y por obra de un reflejo párvulo e inconsciente, entrecierras los ojos y tapas tus oídos aguardando el estruendo; pero ni así te retiras; ni de broma regresas los pasos hacia tu cuarto y apenas se disipa el rugir del trueno, tan solo devuelves las manos a los bolsos de tu abrigo. En esas andas mientras que, a partir de la luz que baja de la farola, pálida como la de un salón de clases, te das, a ojo de buen cubero, una idea de la intensidad del aguacero. Obviamente, por la lluvia y por la hora, no hay quién camine por la calle; y salvo el perro de la casa contigua, que ladra y ladra esperando que alguien se apiade de él y le permita el acceso a la sala, nadie más te acompaña en tu vigilia. A tus espaldas las maletas están listas. Sobre la mesa has dejado el pasaporte, la cartera, el boleto, los guantes y la bufanda. El abrigo, ya te lo dije, lo traes puesto y aunque de pronto pudiera parecerte un exceso, recuerdas la llamada que Sara te hizo tan solo para advertirte, con la voz de la hermana que todo lo exagera, que todos los noticieros coinciden al anunciar que durante los próximos días habrá de descender considerablemente la temperatura en Nueva York. Nada que no hayas vivido antes, piensas; y aunque tienes razón, pues muchas han sido las veces que el frío te ha acompañado no solo ahí, sino en una infinidad de lugares, el punto es que nunca lo has tenido que enfrentar, digámoslo así, por tu cuenta. Perdón. Habría sido mejor que no te lo dijera en ese tono, lo sé. No es algo que hubieses querido escuchar, menos aún de alguien a quien por más que lo intentes no puedes ver. De verdad lo lamento, aunque presiento que de nada sirve, pues ya es demasiado tarde. De solo mirarte a los ojos infiero que la lluvia, las centellas, el ladrido del perro y hasta la promesa del frío se han disuelto en un remolino que jala todo hacia el centro de tu pecho, en donde se ha instalado como un pellizco sutil pero continuo, formando de a pocos un hueco cada vez más grande, voraz y necio; al tiempo que tu mente, que normalmente en estas circunstancias le da por preservarse en calma, se atiborra de la memoria proveniente de aquella ausencia que, en última instancia, resulta es el origen, la razón y la causa de esta repentina decisión de salir de viaje. No obstante, y de verdad que no podría ser distinto, también soy testigo de la entereza con la que aguantas el castigo. Ahí estás, pues, jalando aire y carraspeando para limpiarte la garganta. Cruzas los brazos y aprietas los puños y después, como mandados a hacer para la escena, dejas que cinco relámpagos, uno tras otro, te iluminen el rostro para después soportar a pie firme la batería de estallidos, el consecuente aullar del perro, la vibración de los vidrios y esa odiosa sensación, cagante como la propia traición que la motiva, de que, más allá de la lluvia que acontece allá afuera, aún falta mucho para que concluya tu propia tormenta.

El taxi ha llegado. El conserje, a quien has despertado de un timbrazo, ha subido hasta tu puerta a ayudarte a bajar las maletas. No deja de llover, pero eso, créeme, ya no tiene importancia.

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