Puede que así sea V.

V.

Setecientos días después, ni uno más ni uno menos, Rebeca y Octavio se volvieron a encontrar en una céntrica taquería de la capital. Raquel, prima hermana de Rebeca, fue la mente, la autora intelectual, detrás de tal evento.

Octavio y Raquel se conocieron a instancia de amigos comunes en una posada en la que hubo de todo, menos villancicos. Impulsados por la concurrencia y con el aliciente que eventualmente brindan los excesos, ambos creyeron que, en el futuro inmediato, podrían lograr algo más que los tantos besos que se obsequiaron, mientras se ocultaban en los destellos de las luces de bengala, que la abuelita de Javier, el anfitrión, les obligó a encender en el frustrado intento de pedir posada. Después de esa fiesta y transcurridas las otras en ciernes, salieron y lo intentaron. Y aunque sí continuaron los intercambios de besos y caricias, éstos terminaron de tajo cuando cayeron en la cuenta de que lo único que tenían más o menos en común era la existencia de Rebeca.

La tercera cita se dio en la segunda semana de enero de aquel año. Ocurrió en la casa de Raquel, un pequeño departamento que compartía con otras dos amigas por los rumbos de la colonia Escandón. Fue algo así como el último intento de que la relación cuajase. De tal modo lo tenían previsto ambas partes. Tres intentos, los de rigor. Si nada ocurría, si las cosas no eran propicias para finalmente asumirse implicados, los dos podrían emprender la dulce huida, sin culpas ni rencores, con las cuentas claras y el corazón en paz. Previsible como en todo momento lo fue, transcurrieron los minutos sin que la chispa hiciera acto de presencia. Conforme el aliento se fue perdiendo y la certeza de que la mera intención no habría de llevarlos a buen puerto, Raquel dio por concluido todo escarceo y sacó de la manga el viejo recurso de presentar a la familia, incluso aquellos que en otra circunstancia serían impresentables, a través del álbum de las fotografías. Todos saben que para eso sirven tales compendios: para finiquitar las relaciones fracasadas, o para inducir el fracaso en las bien avenidas.

Así, Octavio conoció a los abuelos, a los tíos, a los padres en unas fotos que no decían mayor cosa, al hermano vivo y al fallecido en un accidente. Al tío alcohólico que resultó ser también el alma de cada fiesta. Al primo político buena onda, al hijo de la chingada, a la tía metiche, a la que podría ser como una hermana, a la que se siente madre de todos y a la que el mundo le vale un pepino envuelto en papel de china. Al tío casado tres veces, a la prole que tal osadía fue generando; al perro de la infancia, al de la adolescencia y al que acompañó al abuelo en el lecho de muerte. Conoció a la madrina y su historia de desvaríos, al padrino y la leyenda de sus amantes. Al hijo de ambos, a la hija adolescente y precoz y al muchacho prematuro que la embarazó a los catorce años. A un exnovio que pasó sin pena ni gloria, a otro que la dejó a mitad de una noche de luna llena y a aquél que le partió la vida y el alma en tantas piezas que aún no termina de encontrarlas. Y de pronto, el corazón de Octavio se precipitó hacia un vacío inesperado. Miró la foto que Raquel tomó entres sus manos con el desconcierto de quien ha dado con un tesoro que no había estado buscando. En la imagen tres chamacas ríen y se abrazan plenas de euforia con la mar de fondo. La primera de ellas, a la izquierda del plano, era Raquel. La que estaba en medio no supo quién era, pero la otra, la de la extrema derecha, el brillo de sus ojos y la sonrisa chueca la delataban, era Rebeca.

¿Quién es ella? -preguntó incierto de estar cometiendo una imprudencia-.

Las dos son mis primas -le respondió sin entrar en más detalles-.

Pero ella, Raquel. ¿Quién es ella? -insistió apuntando con el dedo para no dar lugar a dudas-.

¿Por qué la pregunta, Octavio? Me espantas. -dijo ella tratando de retrasar los más posible la respuesta-.

Dime que es Rebeca. ¿Se llama Rebeca, cierto?

Raquel abrió los ojos en señal de sorpresa. Era un gesto familiar que en cierto modo aportaba a Octavio la certeza de que efectivamente se trataba de aquella muchacha del autolavado, no solo por el desconcierto evidente de la prima, sino por la notoria semejanza en los rasgos de Raquel y aquella imagen mental que guardaba de Rebeca.

Ese gesto, puta madre, Raquel. Haz de cuenta que la estoy viendo a ella. No te quedes callada y dime si es Rebeca.

¿Te calmas, Octavio? Sí, es Rebeca. Es mi prima, cabrón. ¿Qué pedo? ¿Cómo lo sabes?

Raquel bebió de un trago lo que quedaba de su cerveza. Octavio tomó la botella de vino y se sirvió otra copa. Un breve pero espeso silencio se hizo en el diminuto espacio que los separaba. Era como cuando en una pareja alguno entra, a punta de indiscreciones y atolondradas explicaciones, en las aguas bravas de los eventos inconfesables. Octavio tomó el álbum y lo colocó sobre la mesa de centro. Puso una de sus manos sobre la rodilla de Raquel y en el presagio de una súplica en proceso de darse, bebió a lo vikingo de su copa y con algo de cautela le dijo:

Yo conozco a tu prima. La conocí hace cosa de dos años en la sala de un autolavado. Los dos estábamos ahí mientras lavaban nuestros coches.

¿El pinche Sentra feo? -replicó Raquel esbozando una sonrisa burlona-.

Sí, ese.

¿Y tu poderoso Mustang?

No, yo tenía otro auto en aquel entonces.

Ya, ya. Perdón. Quiero hacerla de emoción. ¿Y luego qué pasó? -apuntó ella agitando las manos para apurar el relato-.

Nada del otro mundo. Platicamos brevemente, cosas sin importancia y después… -Octavio se llevó las manos al rostro e hizo una pausa que aprovechó para beber otro trago de vino-.

¿Después, Octavio? ¿Qué pasó después? Deja de hacerte el pinche interesante. Lo que haya pasado, no importa. Dímelo. -Raquel cayó en la cuenta de que su tono era más el de una mujer despechada, que el de una amiga intrigada por el argüende. Suavizando la voz, recuperando las formas, recapacitó su papel y le preguntó-. ¿Me vas a contar o no?

No pasó nada. Terminaron de lavar los autos y ya, cada uno jaló para donde tenía que jalar. Y desde entonces no la he vuelto a ver.

¡No mames, Octavio! ¿Y te acuerdas de ella?

Sí. A la perfección.

¿Y porque nunca la buscaste?

¿Cómo? ¿En dónde? No nos dimos ni los teléfonos.

Pues entonces qué buena memoria tienes. Aunque no te culpo, -Raquel tomó la fotografía y la miró queriendo contener la carcajada que repentinamente se le asomó entre cada palabra-. Ha de ser muy sencillo recordar semejante par de tetas.

Te equivocas. No tenía el gusto -dijo Octavio dejándose contagiar por la risa de Raquel-.

Ay, mi rey. Me vas a decir que te gustaron sus cejas; si ni tiene mi primita.

Pues no sus cejas, pero sí sus ojos.

La incredulidad se hizo en el gesto de Raquel cierta de que él, como cualquier otro que ha conocido a su prima, lo primero de lo que se percata es de la armadura 34 D que ostenta, y que le sirve igual como mandala para atrapar miradas, que como estuche para el resguardo de su corazón, de pronto frío, caprichoso e inestable.

Ayúdame, Raquel. Quiero ver a Rebeca de nuevo. -dijo Octavio tersando la voz para darle un tono de petición irrevocable-.

¡Qué! Hazme el favor -volvió a reír Raquel con energía-. Tú y yo no nos pudimos dar ni una cogidita y ahora resulta que voy a ser tu Celestina.

¿Puedes? ¿Quieres?

¿Qué? ¿Coger?

No, es en serio. ¿Quieres ayudarme a reencontrarme con tu prima?

Raquel se dio un tiempo para pensar las cosas. Al final, dadas las fallidas circunstancias, no había nada que perder. Por el contrario, sería una buena forma resolver cualquier agravio ocurrido entre ellos; una muestra de buena voluntad, útil hasta en aquello de quedar como amigos, sin más garantías ni compromisos que todos los que habrían de desvanecerse tan pronto como Rebeca lo pusiera de puntitas en la calle. Así, meditó Raquel, Octavio saldría de la escena sin ni siquiera haber dejado evidencia en el álbum que por ahora estaba a su suerte junto a las botellas vacías de cerveza.

Pues habida cuenta -dijo Raquel en tono complaciente-, que tú y yo nada de nada y que como sea, estarás de acuerdo, tenemos que saldar este penoso fracaso, querido; no tengo bronca alguna con echarte una mano para que te vuelvas a ver con mi prima. Pero eso sí, a fin de alimentar esta curiosidad que no solo es cabrona, sino insaciable, me vas a explicar cuál es tu prisa.

No tengo ninguna prisa. Es solo que quedé de resolverle una duda tan pronto como nos volviéramos a ver.

Ah, mira. Y como no la has visto; como a ti dejar a la gente a mitad de las dudas te quita el sueño; y como no has dormido; y como crees que yo soy pendeja, supones que te voy a creer así de fácil y, además de todo, que te voy a ayudar así porque sí, sin que yo me beneficie en algo de todo esto. No mames, Octavio. Qué tal que te pones serio y me convences.

Bueno, dime qué quieres y lo platicamos -respondió él algo intimidado, aunque con la vaga idea de que se trataba de una broma-.

Mira, para que veas que soy buena onda, te la voy a poner bien sencilla. Solo quiero dos cosas: La primera, que dejemos este intento de noviazgo en el olvido. Seamos claros: besas chingón y lo que quieras, pero ni así, ni besándonos todos los días y a todas horas la haríamos como pareja. Por muchas ganitas que le pusiéramos, jamás habríamos podido lograr más que un racimo de broncas y mitotes; y eso, me imagino, no está en nuestros planes. Así que, por el bien de los dos, aquí se rompió una jerga y tú y yo nos vamos ya sabes a dónde. A partir de ya, nada de nada. Ni una palabra, ni un recuerdo. Nadie piensa nada, no hard feelings, my dear, y a lo que sigue. ¿Ok?

Acepto, sin pedo ni reservas -respondió Octavio haciendo énfasis burlón en la última palabra-. ¿Y qué es lo segundo?

Que agarres tu pinche teléfono, llames al Nonna, pidas la pizza más cara y chingona de su menú, que obvio la pagues y que te sientes en ese sillón porque tenemos un reencuentro que planear.

Rebeca entró a la taquería buscando a Raquel. Ya iba tarde. El tráfico, algunos pendientes y la lluvia repentina lo habían complicado todo. Caminó entre las mesas queriendo abreviar tiempos. Iba hablando con su prima por teléfono, tratando de explicar la demora. La taquería estaba llena. Gente iba y venía, entorpeciendo todo desplazamiento. El ruido de las charlas, los machetazos, algunos gritos y las infaltables vajillas chocando era insuperable. Y aunque Raquel, actuando como navegante capaz de ver más allá de lo que las masas de niebla le ocultan, le explicaba la ubicación precisa de la mesa en la que, según esto, le estaba esperando, Rebeca deambulaba haciéndose nudo con lo dicho y lo entendido. Entre unas y las otras vagamente logró comprender algo así como subir las escaleras, la mesa del fondo, al final del tapanco. Sin más remedio así lo hizo: subió las escaleras, se plantó en el tapanco, recorrió con la mirada todas las mesas y buscó, en las cinco del fondo, la inconfundible melena castaña de su prima. Fue entonces cuando alguien a su espalda se aproximó más de la cuenta y en la cercanía de su oído le dijo:

¿Estás buscando a tu prima?

Ella, con el sobresalto natural de quien es tomado por sorpresa, sin reconocer siquiera la voz, giró el cuerpo tratando de poner distancia con el sujeto. Lo primero que vio apenas lo tuvo de frente, fue una enorme sonrisa que sin más preámbulo la transportó a un momento en el pasado y a un sitio al otro extremo de la ciudad.

Me asustaste -le dijo al hombre mientras trataba de confirmar el recuerdo que permitiera empalmar la imagen con el nombre que de él guardaba-.

¿Octavio? ¿Qué haces aquí?

Vine a decirte que Raquel no va a llegar a la cena. Algo se le atravesó y me pidió que asistiera en su lugar y te acompañara. Eso, claro, si es que sigue entre tus planes cenar unos tacos.

¡Cómo! ¿Cenar contigo?

¿Tienes otra opción? -le dijo en un tono tan irónico como el de aquella conversación hace ya casi dos años-.

¿Y por qué querría cenar contigo, si siendo francos eres poco menos que un desconocido? -cuestionó Rebeca poniéndose a la defensiva-.

Porque si mal no recuerdo, tengo pendiente resolverte una duda.

No me digas. ¿La del teflón?

No, la de por qué sonreía.

Un repentino rubor corrió por las mejillas de Rebeca. Aunque esa cuestión, si bien no respondida en su momento, no le había quedado ni remotamente como una duda, de solo escucharla en ese momento devino en una curiosidad incontrolable.

¿Y por qué sonreías?, cuéntame.

Te lo digo cuando te sientes en la mesa.

No. Después de tanto tiempo no vas a venir a poner tú las condiciones. Primero me respondes y si me gusta tu respuesta, con gusto me siento contigo en la mesa.

Está bien -asintió Octavio-. Me parece justa tu propuesta -remató extendiendo la mano en señal de cerrar un trato-.

Déjate de cosas, por favor. Como vas y sin pausas-le dijo ella-. Mira que si no me agrada lo que me digas todavía tengo que pensar a dónde me voy a ir a cenar. Así que no pierdas tiempo. ¿Por qué me sonreíste aquella mañana que ya casi olvido?

Porque algo de ti, todavía no sé qué, me dejó fascinado; y he venido esta noche a averiguarlo.

Rebeca se quedó en silencio. Con los ojos desorbitados y las manos tapándose la boca. Un sudor frío le escurrió desde la frente. Los labios se le resecaron y en el estómago se le hizo un hueco que se confundió con el hambre. Estiró el cuello y buscó la única mesa del fondo que estaba vacía. Octavio, que había dado un paso hacia el costado esperando el veredicto, no dejaba de mirarla. Ella hizo como que no lo veía y dio los primeros pasos hacia la mesa que él ya le estaba señalando con el brazo. No quería voltear a verlo. Por su mente pasaban todas las técnicas y estrategias que una mujer tiene para disculparse y salir corriendo. Entonces un mesero cruzó por su camino y sin saber si a él correspondía atender la mesa en la que estaba a punto de sentarse, lo tomó de los hombros tal y como se sujeta a alguien a quien se está a punto de pedir auxilio. Lo miró fijamente y respiró hondo. Ya después, sin titubear, pidió al mesero le trajera, tan pronto como que ya moría de hambre, tres tacos de suadero sin cilantro y sin cebolla.

Un comentario en “Puede que así sea V.

Deja un comentario