Subía con prisa. Con la premura absurda de quien sin más, asume que va tarde. Corría, o más bien revoloteaba con el tesón de un ave ligera. Sus movimientos eran tan rápidos que parecía flotar sobre las escaleras como un fantasma deseoso de salirle a alguien al paso. Pero ella en lo absoluto era un fantasma; porque los fantasmas no transpiran, menos aún jadean. No cuando menos aquellos que venían dibujados en los cuentos que la nana le leía de niña para que se quedase dormida. Esos que, para ser vistos, van por todas partes cubiertos por una sábana blanca. Porque todos saben que los fantasmas, al menos esos que se respetan y se hacen respetar, son en realidad incorpóreos y por ello no se ven, sino se sienten. De ahí que en los cuentos de niños, fantasmas infantiles al fin y al cabo, precisan de trapos para mirarse, pero sobre todo para asustar, gesticulando rostros en teoría malignos, que se van tornando bonachones conforme la inocencia nos abandona y nos percude el alma de cosas más malas y retorcidas que un ingenuo fantasma. Y sin embargo, la muchacha flotaba. Sus largas piernas se estiraban y se encogían con precisión frenética. Como una centella que cruza el cielo, ascendió por los cincuenta y cuatro escalones que separan al cuarto piso del basamento. A su paso dejaba nubes de ese polvo mezcla de todo: óxido, madera, pintura y tierra. Tierra que todos los días viene a lomo del viento proveniente de ese cerro tras el que el sol se oculta cada atardecer. En su premura no tuvo tiempo de mirar las paredes rotas, las ventanas ausentes, las varillas expuestas, el salitre brotante de las coyunturas de los muros. No vio la araña, ni la tela que con cadencia de abuela tejía, ni la mosca que en ella se enredaba, ni el caracol que a nada estuvo a punto de pisar. Ignoró la luz que se cuela de unos pequeños tragaluces en la parte alta de las paredes, los reflejos terregosos que proyectan sobre los pisos, la pavesa que transita de la luz a la oscuridad, del entorno a los pulmones, el aroma a despoblado que emana del concreto humedecido por tantas lluvias ahí ocurridas. Tampoco miró al gato, que sí la miró a ella cuando, oculto bajo los fierros retorcidos del barandal, le clavó la mirada y le maulló tres veces y le mostró las garras y la contempló siguiendo de largo, como se mira pasar un tren para el que no se tiene boleto. Y el gato se lamió las patas, se peinó el rostro, erizó el lomo y ronroneó como si nada hubiese ocurrido, como si ella no hubiese transitado por sus dominios, ni interrumpido su calma. Y el gato, que nunca se ha tomado nada personal ni a pecho, recuperó la tranquilidad y con ello el sosiego, mientras ella, la muchacha, continuó la marcha hacia el último tramo de las escaleras. Cuando por fin llegó al cuarto piso, encontró un pasillo a cielo abierto, cuyo firme estaba recubierto de una plasta inmensa de mierda de pájaros y de la ceniza que dejan las hojas secas que cae de las plantas que alguna vez colgaron del techo para decorar. Desde allí, fue lo primero que notó, se podían contemplar las primeras estrellas de la noche; y las nubes bajas como trozos de algodón; y las altas escurridas por la fuerza de la ventisca que viene del puerto. Miró las estrellas y recordó cuando de niña las contaba sentada en las piernas del abuelo a la orilla del mar. Y a su mente también vino la tarde que el abuelo ya no llegó porque mientras dormía la siesta algo le había ocurrido a su corazón que no quiso latir más. Lo imaginó como entonces, le habló como siempre que se paraba frente a la ventana de su cuarto, esperando a que alguien le explicase qué era eso que había ocurrido con su corazón y si acaso había modo de resolverlo. Y como cada ocasión desde entonces, nadie hubo que le respondiera, ni hubo modo de corregir la sensación de ausencia que todo ello le causaba, le tiró un beso al cielo y se llevó el puño al corazón en señal de que ahí lo traería hasta que el suyo también fallara y por esa causa ya no pudiera llegar a ninguna parte, ni temprano ni tarde, y entonces, aplazado todo, inerte todo, sin tiempo para más, no hubiese otro pendiente que encontrarse con él en las estrellas, donde seguro también habría un mar y una fogata a cuya vera podrían contar la gente que fuese despuntando en el firmamento cada anochecer. En eso pensaba cuando recargó la espalda sobre la cal desnuda de un muro cuarteado, que de inmediato pintó su espalda de un color blanco amarillento. Y reclinó la cabeza sobre un tubo de desagüe que encontró a su lado y soltó dos lágrimas, y una sonrisa y un suspiro. Se talló los ojos y batió la nariz con el reverso de la mano. Y soltó una palabras inaudibles, más bien pantomima de sus labios y un bostezo feroz que partió el silencio y la calma y el eco de sus palabras todavía retumbando en su pecho. Y para cuando volvió a abrir los ojos y los limpió de todo, ya estaba el gato, que parsimonioso, invitado por los ecos y los sollozos, subió por las escaleras para instalarse a su lado, como si a él también le abonaran recuerdos o nostalgias las estrellas. Y mirando al cielo el gato maulló, gesticuló, y luego volteó y fijó los ojos en el regazo de la chica y ella le sonrió y se inclinó abriéndole los brazos, invitándole a acercarse. El gato lo hizo, subió por el frente de su torso y se dejó mimar unos minutos por la muchacha. Después, como si las caricias nunca hubiesen sido su objetivo, o acaso siéndolo no hubiesen sido suficientes, se revolvió con vehemencia, saltó y de tres pasos se ubicó debajo del barandal oxidado y carcomido que separa al andador del vacío. Ella quiso acercarse de nuevo. Le estiró la mano, pero el minino ya no hizo caso. Ella se sintió ignorada, ofendida, desdeñada. Apurada por la presión que el despecho le estaba procurando, echó un ojo al final del pasillo y dio con la puerta que estaba buscando. Caminó hacia ella. En el recorrido dos veces volteó a mirar al gato en la esperanza de que este la viera o de menos siguiera sus pasos. Nada de eso habría de ocurrir. Lo miró por última vez y el gato, ajeno a esas miradas y a sus intrincados significados, se lamió las patas, se peinó el rostro, erizó el lomo y ronroneó como si nada hubiese ocurrido, cual si nada hubiese quebrantado la calma; esa que se suele tener cuando se mira el paso de un tren que bien se sabe va a ninguna parte.
Woooow! M gusto. D esas veces q mientras lees, pensé” algún dia me encontrare con un gato y sabré para q apareció “ O
De verdad sepa descifrar para q apareció …. gracias por dejarnos leerte
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