Sabores y saberes.

Cocina 2

Viví con mis padres en dos casas distintas. Las dos en el hermoso barrio de Mixcoac. En la primera, un departamento de proporciones tan amplias como los sueños de quienes la ocuparon, viví los primeros nueve años de mi vida. En la segunda, una casa noble a cuyo fiel cobijo atribuyo haber soportado toda tempestad, crecí hasta que tuve que salir -y eventualmente volver- en la búsqueda incesante de mi propia historia y sus espacios. Ambas casas tienen algo en común: sendas cocinas amplias y generosas. En sus entrañas, gestamos muchos de los más grandes episodios de la vida familiar.

En 1985 mi padre asumió que era momento de consolidar el patrimonio. Sus hijos crecían y pronto demandarían, como corresponde a todo adolescente montado en natural rebeldía, la oportunidad de cada uno tener su propio cuarto. El departamento era amplio, pero no daba para ello. No obstante sus dimensiones, impensables para uno de los que se construyen en estos tiempos, tenía la desventaja, transformada en infortunio, de contar tan solo con dos recámaras. Así que mi padre salió a buscar casa.

Opciones se vieron muchas. Una a una fueron descartadas por mi madre, que desde entonces guarda un apego generoso -y a veces inexplicable- al barrio en el que ella sentó sus propios reales. Felizmente una mañana de abril, prácticamente de modo fortuito, mi padre dio con la casa, apenas a cinco cuadras del departamento en que vivíamos. Nos llevó a verla. Sin más argumentos que lo que nuestros ojos captaban, nos dejamos llevar por las promesas de sus tres pisos y cuatro recámaras. Por la emoción de las remodelaciones concebidas sobre una servilleta; y por la idea de recibir, como hasta entonces había sido, a todos en los festejos importantes. Mi padre ya no preguntó. Cerró el trato y comenzó a adecuarla con la firme idea de mudarnos antes de que el año concluyese.

Todos recordamos lo que ocurrió en septiembre de aquel mismo año. Yo estaba en la cocina del departamento cuando la tierra se sacudió con semejante vehemencia. Al principio no dimensioné lo ocurrido. Tuvieron que llegar las imágenes y los relatos para que mi mente abandonara la idea de que solo había temblado en mi casa. Fue un golpe contundente de realidad que tatuó en mi memoria los rudos arquetipos de la catástrofe. Los días subsecuentes la vida nos cambió radicalmente.

En la familia dos de mis tíos resultaron más afectados. Sus respectivas viviendas quedaron dañadas por el terremoto. Mi padre, de quien jamás negaría la casta noble y bondadosa que le viene en los genes, ordenó que se detuviera la remodelación de la casa nueva y la puso a disposición de ellos para que la ocupasen el tiempo que estimaran necesario.

El primero en hacerlo fue el hermano de mi madre. La suya, recuerdo vagamente, fue una estancia más bien breve, prudente y casi imperceptible. A su salida llegó el hermano de mi padre, cuyo caso era más grave. Él y su familia venían huyendo no solo de la desgracia, sino del riesgo implícito de vivir en el mero corazón de la tragedia.

Naturalmente la cocina de la casa nueva aún no estaba lista. Por tal motivo, los alimentos se preparaban, bajo la más estricta supervisión de mi madre, en la del departamento. Día a día no solo se guisaban los platillos para nuestro consumo, sino igualmente aquellos que se enviaban a los campamentos para alimentar a los voluntarios. Organización y eficiencia fueron los conceptos que en tales circunstancias, mi madre me enseñó con la brutalidad de un ejemplo que aún perdura.

Durante esos días, mi padre fue prácticamente una eventual aparición entre nosotros. Ocupado por completo en las labores de rescate, llegaba a mitad de la madrugada, cubierto completamente de polvo. No es que la mirada de mi padre haya sido alguna vez la más expresiva, pero aquellas noches lucía particularmente desorbitada. Era como si sus ojos hubiesen estado inmersos en una dimensión no del todo lejana, pero sí necesaria para postergar el desencajo y la tristeza. Veía sin ver. Hablaba poco. Sin importarme eso, siempre lo esperé despierto. Verlo llegar era para mí una tregua entre tanto desconcierto. Lo abrazaba, quizá queriendo comprobar que estuviera vivo. Todo él, lo recuerdo, olía a cenizas, a tierra seca y a desconsuelo.

Mi papá no hacía por sí solo la tarea de remover escombros. A todas partes acudía acompañado del Driver, nuestro amado perro de guardia. Negro como la noche, a instancias de un defecto genético que le arrebató su derecho al blanco, el Driver era un imponente Alaskan Malamute, asignado al cuidado del negocio de la familia. Heredero de un instinto y nobleza asombrosos, puso su olfato al servicio de la causa, ayudando durante aquellos aciagos días en la búsqueda de sobrevivientes entre los escombros. El Driver pasó esas noches-¿dónde más?- sobre un tapete en la cocina del departamento. Allí, sentado en el piso a su lado, conocí la vigilia y el desvelo. Juntos vivimos, a todo temple, muchos de los temblores que siguieron azotando a la Ciudad.

Pasaron los meses y las cosas volvieron paulatinamente a la normalidad. Cada uno regresamos a nuestras ocupaciones habituales. Los trabajos de remodelación se reanudaron con la presión del tiempo encima. La meta era la misma y el objetivo más ambicioso: celebrar la Navidad y el Año Nuevo con toda la familia en la casa nueva.

La tarde del 22 de diciembre de 1985, salió por la puerta de la cocina del departamento la última caja con nuestras pertenencias. Quedaba atrás un espacio que sin ser el más extenso de aquella casa, es del que más memorias conservo. En tan solo veinticuatro horas, mi madre, que igual hace magia con el tiempo que con el dinero, dejó a punto la casa nueva.

Dos noches después de la mudanza todos se dieron cita para celebrar la Noche Buena. También, merecidamente, vino el Driver. Personalmente me di el gusto de servirle la cena. Fue en la cocina. Una cocina de la que también, algún día, tendré que sentarme y platicarles una que otra historia.

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