De un recuerdo.

Heart with arteries and veins

El corazón salta. Lo sabemos. Desde el pecho, a cualquier hora, salta de emoción o en el colapso de un esfuerzo.

El saltador. Eso es lo que quiere decir hrid en sánscrito. Su representación gráfica, de acuerdo a la tradición hindú, es un ciervo en actitud de salto.

Los griegos adoptaron el término. En un comienzo lo pronunciaban krid. Con el tiempo derivó en kridía y después en kirdía. Esta metátesis, natural en todas las lenguas, dio origen al vocablo kardios.

Tocó el turno de los romanos. Ellos, como muchas otras cosas, hicieron suya la voz griega. Al paso del tiempo kardios devino en cordis.

La evolución del latín vulgar dio origen a las lenguas romances. En ellas se preservaron muchas de las raíces etimológicas provenientes del imperio. Así, al viejo saltador nosotros le llamamos corazón; los portugueses coraçāo; los franceses cœur; los italianos cuore; y los catalanes cor.  Como ven, la raíz es inequívoca.

De la familia romance solo los rumanos le nombran distinto. Ellos le llaman ínima, que proviene del vocablo ánima. Nada es fortuito. Al final del día todos saben que hay una relación estrecha entre el corazón y el alma.

Mientras tanto, en las lenguas germánicas el origen es, por increíble que parezca, también sánscrito. Hairtó, en godo; hertz en alemán; hart en neerlandés; y heart en inglés vienen, saltando quizá, del ya citado vocablo hrid. Ocurre lo mismo con las lenguas escandinavas: hjerte en danés y en noruego; hjärta en sueco y hjarta en islandés.

Volviendo a nuestro idioma, la raíz cor sirve de base para palabras tales como: acordar, acorde, acuerdo, concordar, concordato, concordia, desacuerdo, discordia, coraje, corajudo, cordial, cuerda, cuerdo, recordar, recuerdo, entre otras. Aunque de tanto decirlas ya lo hayamos olvidado, en todas ellas algo hay, o en algo tiene que ver el corazón.

Así, en el sentido romántico –etimológico– de la lengua, recordar es volver a poner algo en el corazón. Acordar es, por su parte, poner los corazones en sintonía. Cordial es aquel que se conduce con el corazón por delante; y concordia es el estado en el que todos los corazones laten al unísono. Cuerda es el vínculo que une a un corazón con otro. Acorde se refiere a todo aquello que va en armonía con los latidos de nuestro corazón; y coraje es la decisión que se alimenta de la pasión, es decir, del corazón.

Hay una palabra más: cordero.

Aunque su origen es aún discutido y hay quienes aseguran que poco o nada tiene que ver con el vocablo cordis, yo tengo una opinión diferente.

Según alguna vez me contó el abuelo, el corazón se llamaba así porque adentro de él vivía un pequeño cordero. El nuestro, me explicó, no es un cordero cualquiera. Por el contrario, es un animalito sumamente inteligente, prácticamente súper dotado. Cuando nos emocionamos, el cordero patalea con fuerza para hacernos saber que él también está contento. Si estamos tristes él se apachurra con nosotros haciéndonos sentir que el corazón nos abandona. Si presiente algo, llama nuestra atención tumbando una patada feroz a la que algunos llaman corazonada. Y cuando dormimos, él se mantiene en vela cumpliendo puntual con su deber: mantenernos entre los vivos.

Toc, toc, toc, resuenan sus pataditas, simulaba el abuelo el bombear de un corazón con su mano. Mientras el cordero viva, me aseguró desde entonces, yo no tendría nada de qué preocuparme.

Pasan los años y el corazón salta. Lo sabemos. Desde el pecho, a cualquier hora, salta de emoción, en el colapso de un esfuerzo, en el regocijo nostálgico de un recuerdo.

Salta y patea, les digo a mis hijas, mientras les hablo de su pequeño cordero.

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