El amor de madre es noble e incondicional. Lo perdona todo. Lo admite todo. Cual toro de lidia, acepta el engaño y se crece ante el castigo. No tiene límites. Se expande hasta abarcar lo impensable. Hasta justificar lo injustificable. No mengua. Tampoco descansa.
El amor de madre es una droga. Letal, por cierto. Su abuso desmedido y recurrente genera una dependencia feroz, capaz de sumergir al materno-dependiente en un estado de interdicción no siempre transitorio.
Con el tiempo, mucho más pronto que tarde, el sujeto pasivo, es decir el hijo (dicho sea de modo incluyente), va perdiendo toda noción de sus potenciales y responsabilidades, tornándose incapaz de hacer por sí mismo algo inteligente, razonable o productivo sin que previamente medie la anuencia, o peor aún, el auxilio sobreprotector de la activa, léase la madre.
Aunque es común criticarlos por el despojo en el que se van convirtiendo, lamentando por igual aquello que son y aquello que no llegarán a ser, la realidad, ineludible, tajante y jodona, es que el pasivo, rara la vez, es responsable de originar (aunque sí de perpetuar) esta relación disfuncional.
Por el contrario, es la madre, investida de esa potestad misteriosa sólo explicable desde la revancha que incita el monopólico dolor del parto, la encargada de suministrar altas dosis de su amor, irreal y fantasioso, no bien el vástago se les ha escapado del útero.
Efectos conocemos tantos y tan variados. Altos niveles de inseguridad, inutilidad e ignorancia. Falta de empatía, baja autoestima y distorsión abrumadora de la realidad. Etcétera (un largo etcétera). Todos nocivos y atrofiantes que, individualmente o en conjunto, impedirán que los hijos aspiren a una vida adulta propia, digna e independiente.
Aunque nos resistamos a admitirlo, el amor de madre (aunque eventualmente también el de padre), de suyo puro y honesto como ningún otro, es causa y efecto de otras patologías y fenómenos sociales. Es responsable, por solo echar mano de lo evidente, de la producción masiva y desproporcionada de inútiles, mediocres, temerosos, gandayas y medianitos que tanto abundan y tanto afectan a nuestra sociedad.
Está cabrón.
No lo sé, habrá que pensarlo. Debe haber formas más inteligentes, responsables y objetivas de criar a los hijos.
Y si ya no queda de otra; si el amor es a tal modo viciado que resulte imposible contenerlo, repartamos, pues, como corresponde con los mejores venenos: dosis precisas y controladas. Sin perder de vista que se trata de verlos felices y no de dejarlos pendejos.
Si me lo permiten, me tengo que ir. Debo ir a la tlapalería a comprar una pieza cuyo nombre sabría si mi madre no me hubiese amado demasiado.