Cuando el fin justifica los miedos.

MiedosEl fin, según aprendí leyendo a Maquiavelo, justifica los medios. En consecuencia, temo mucho, la aceptación natural del fin está supeditada al reconocimiento, admisión y beneplácito de los medios. No puede ser de otra forma. No si lo que se busca como tal es la consecusión de objetivos y, en una de esas, la consagración de ciertos logros.

Dicho en otras palabras, si mamar y silbar son, como todo mundo debería saberlo, tareas de suyo incompatibles, el implicado, por principio de cuentas, debe tener presente que no se pueden hacer, por muy hocicón que sea, ambas cosas a un mismo tiempo. Del mismo modo, ya entrado en gastos, el susodicho igualmente ha de asumir, tras elegir aquella que mejor convenga a sus inquietudes e intereses, que no se puede silbar sin de pronto escupir, ni mamar sin que en una de esas se pegue un tope.

Sin embargo, la vida no se llamaría vida sin los lúdicos casos de aquellos que, tras nunca haber tenido maldita la cosa y por azares del destino llegan a tener, resulta que quieren los placeres del azul celeste sin que les cueste ni un tantito. Toman posesión del fin pretendiendo pasar por alto los medios y en su afán de no asumir ni correr riesgos, se dan a la labor de desarrollar una paranoia de tal envergadura que en cuestión de tiempo, menos del que cualquiera pudiera imaginar, les llena la casa de mieditos, mismos que se dedican a apapachar y ver crecer con la abnegación propia del padre que entiende en la sobreprotección de los hijos la única forma de garantizar la preservación de su propia especie.

Es entonces cuando la marrana twists the tail y la frase cambia en su sentido y contexto: El fin justifica sus miedos.

Ya no es el fin entendido como objetivo, sino el fin en su contexto temporal: «The End»; y ya no son los medios, sino los miedos, el vehículo para justificar su proceder y, en el peor de los casos, su improceder ante la ineludible tarea de tomar decisiones. Asumir se vuelve repartir y el riesgo no se toma, sino se enajena, sea por las buenas o por las malas.  Pero no es que les sobren las razones, pues el miedo, dicen como consuelo, no anda en burro. Sí en cambio es que de tanto cacarear se va complicando eso de poner los huevos. Y así, de a poquitos, como no queriendo la cosa, la maravilla del poder va tornando en penitencia.

Abandonar el barco, jamás. Eso no es algo que se le pueda pedir a quien toda la vida se ha asoleado bajo la etiqueta de náufrago. Como sea, a pesar de sus miedos y muchas veces a través y con salvocunducto de ellos, abrazándoles a su pecho como la mejor de las coartadas, defenderán su posición y tratarán de convencer al prójimo que ellos tienen la razón de su actuar y más aún, de defender su porción de tierra firme, no importa que para ello deban enfangar la de los demás, si de ello depende atender su simple y llano derecho de poner a salvo su pellejo.

Una y otra vez harán y se deslindarán; dirán y desmentirán, hablarán de todo y todos omitiendo los detalles que les implique y venderán a su propia hermana de ser preciso, a fin de calmar la ira del monstruo ambicioso pero temeroso que les gobierna desde las entrañas.

Pero nada es para siempre. Cuando llega la hora de poner cada cosa en su lugar, no hay pero ni miedo que valga. Irremediablemente a cada uno le irá tocando pagar en la medida que fue comprando enemigos y vendiendo su alma al diablo en busca de alianzas.

La justicia tarda, pero llega. Y así es como el abusivo aprenderá que del placer al padecer hay la misma distancia que del gozo al pozo.

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