Mercadotecnia Celestial.

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No hemos cruzado palabra aún y mis temores más rancios ya se están chupando los bigotes. De entrada, de solo mirarla, he llegado a la conclusión de que, no sé con precisión a título de qué vainas, pero ella ya me ha perdonado todo. Es tan buena, tan amorosa, tan alineada a la paz del creador, que un pecador como yo: reincidente, recurrente e incorregible; no es, desde esa humildad tan rara que les caracteriza, sino un pequeño bocadillo dentro de su impostergable misión (todo un banquete para el ego redentor) de encausar almas al camino del Señor.

Al darnos la bienvenida, ni tarda ni perezosa, deja asomar esa voz piadosa, sello de garantía de todo aquel que quiere convencernos que ni el puto tráfico de los viernes le crispa los vellos. Su mirada es un océano de piedad, sus manos se agitan con la divina gracia de los ángeles; y su cuerpo, mofletudo y desvencijado intencionalmente (supongo yo) para no dar cabida a cualquier indicio de sensualidad que incite al pecado, se sincronizan como lo que ella dice que es: una herramienta bendita de Dios.

Asumo que a estas alturas ya deberíamos sentir, no sé, curiosidad, o tal vez envidia (aunque sería un agobiante contrasentido) de semejante estado de gracia. ¡Santísima Madre! ¿Cómo carajos le hace para estar tan bien? Cuando sea grande (con excepción del voluminoso cuerpo) quiero ser como ella. ¿Pero cómo se logra?

A toda respuesta, intuyendo el mar de preguntas que a este respecto deduce nos estamos haciendo la concurrencia (sí cómo no), nos receta una oración en la que le pide al Patrón nos abra nuestras obstinadas y primitivas mentes, con el objeto de aceptar, en grado de rendición, que (como una oferta, como una promoción)  Jesus is all we need.

¿Les gustaría ser felices? -nos pregunta con el entusiasmo de quien le ofrece un dulce a un niño-. ¿Quién de ustedes -cuestiona levantando la cara en gesto de sobrada soberbia- puede decir que realmente es feliz?

¿O sea cómo? ¿Ni nuestros nombres sabe la señora, pero ya está plenamente convencida de que no somos sino un puñado de entes tristes y desgraciados? Y no solo eso, sino que  está cierta de que además hemos vivido en el engaño de una felicidad tan chocolate como un conejito de Turín. ¿Eso se lo dijo Jesús o lo vio en nuestras redes sociales?

Crear una necesidad o un problema para después venderte la solución, es una estrategia  milenaria que, evidentemente, sigue surtiendo efectos (¿Cuántos de ustedes ya tienen el iPhone 7? ¿Cúantos los añoran como la solución a sus problemas de comunicación?). Pero obviamente esa estrategia no la inventó Steve Jobs. Ha existido siempre y si alguien le ha sacado provecho han sido las religiones en el mundo desde sus mismos orígenes.

Cuando los conquistadores desembarcaron en América y se dieron a la labor de expandir la iglesia de Dios (una de tantas) por los confines del nuevo continente, lo hicieron igual. Crearon un entorno caótico para convencer a los nativos que todas las desgracias por las que ellos estaban atravesando, incluidas matanzas, hambrunas y enfermedades raras que inexplicablemente comenzaron a azotarles, no eran sino la consecuencia de vivir alejados de su Dios (el importado) y que entre más se aferraran a los cultos paganos, más dolorosa sería una conversión que, dicho sea de paso, habría de suceder así tuvieran que exterminar a todos los indígenas que encontraran a su paso.

Ayer, adaptada a los tiempos modernos, trataron de ocupar la misma estrategia conmigo. Quisieron venderme a Jesús como si fuera un iPhone. Quisieron convencerme de que lo necesito, pues de otro modo la vida habrá de tratarme tan mal, que tarde o temprano no tendré más remedio que acudir a sus amorosos y tolerantes brazos. Mejor ahora y no hasta entonces, insistió la señora. Suelta tus apegos -me dijo- invitándome (de qué otro modo si no) a abrazar los suyos. Te sentirás bien (como si me sintiera mal) y serás feliz (como si no lo fuera ya).

Según ella, estoy lejos de Dios. Algún día, en algún momento de mi vida, -afirma- me daré cuenta. Sin embargo, cuando llego a casa y veo a mi mujer y a mis hijas y hago un breve recuento de todo lo afortunado que soy, no saben, no tienen idea, el trabajo que me cuesta creer que tanta belleza me la haya regalado el Diablo.

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