En la foto aparecen tres personas. La primera de ellas, la más alejada, ha cruzado por todo el plano caminando con su perro. Aunque por su complexión es evidente, te diré que se trata de un hombre. Es joven, no debe tener más de treinta años. Su rostro tiene las facciones duras y la nariz roja. Quizá desde aquí no lo notes, pero va escuchando música y todo el tiempo ha llevado la mano izquierda en el bolsillo del pantalón. Yo lo sé porque le he visto caminar frente a mí desde la Fuente de la Alcachofa. En la mano derecha lleva la correa que lo une a Tilico, que así se llama el perro. Es un labrador chocolate, como el que yo tuve hace ya algunos años. A la distancia se mira un animalito noble, obediente, juguetón. O quizá así lo supongo porque de ese modo era Aníbal antes de que enfermara de moquillo y tuvieran que sacrificarlo. Como sea, Tilico es quien en un principio ha marcado el ritmo de la marcha. En las callejas que conducen a este punto, más de una vez ha tironeado a su compañero en el intento de correr tras las ardillas que han salido a su paso. Es ahí cuando el hombre, en el afán de contenerlo, le ha gritado por su nombre y es así como me he enterado cómo es que se llama. Pero ahora, mientras ambos rodean el estanque frente al Palacio, de común acuerdo han relajado el paso como corresponde en un sitio como éste. En la imagen pareciera que el sujeto está más bien parado, pero si miras al detalle notarás que él, cuyo nombre nunca supe porque el perro no tuvo a bien mencionarlo, tiene la pierna derecha flexionada, la punta del pie apoyado con firmeza sobre el piso y el talón ligeramente cruzado por detrás de la pantorrilla izquierda, lo que me hace pensar que quizá alguna vez los meniscos de su rodilla se vieron implicados en una lesión de esas que, además de dolorosas, también cambian la vida.
La segunda persona es una mujer. Tiene la nariz angulosa, los pómulos pronunciados y un par de ojos color del mar. Ella ya estaba ahí para cuando nosotros llegamos. Digo nosotros refiriéndome a mí, a Tilico y a su humano, que todos llegamos, aunque cada uno por su cuenta, todos al mismo tiempo. Sin moverse de ese lugar donde ahora la miras, esta mujer estaba haciendo estiramientos cuando pasé a su lado. Por mera cordialidad, ambos nos miramos y nos sonreímos. Nos dijimos los buenos días y cada quien siguió en lo suyo. Dos cosas recuerdo de ella: que su dentadura era perfecta; y que en el margen de sus ojos ya asomaban los pliegues que suelen dar fe de los veranos transcurridos. Por cierto, la foto la tomé en otoño. Lo digo pues el follaje de los árboles que se miran detrás del palacio podría hacer pensar lo contrario, pero sí es importante que quede claro que fue en la plenitud del otoño madrileño. Para cuando tomé la foto esta mujer estaba haciendo ejercicios recargada en la baranda que rodea el estanque. En eso estuvo antes, durante y después de la toma. Detrás de ella, te lo puedo enseñar si tú quieres en otras imágenes, están los cipreses más lindos que mis ojos hayan visto. No son cipreses cualquiera: son de pantano, como esos que crecen en la Louisiana. Algunos especialistas aseguran que son los árboles más viejos de la ciudad. La verdad ni cómo saberlo. Lo que sí te puedo decir, sin margen de duda, es que sus colores roban el aliento y con un poco de suerte se quedan por siempre grabados en la memoria.
Otro detalle importante: ni el hombre en el punto lejano, ni su perro, ni la señora recargada en la baranda saben que aparecen en esta foto.
La tercera mujer, en cambio, es otra historia. Ella apareció en escena cuando yo estaba en el lado opuesto del estanque. Desde allí la miré y de inmediato me sorprendió su porte y su estatura. Aunque por la distancia no era posible distinguir su rostro, la imaginé en un principio mucho menos bella de lo que realmente era. En la lejanía, un tanto intrigado, la observé deambular por el frente del palacio esperando, como lo estábamos todos, a que lo abrieran. Su andar era incierto, bamboleante. Caminaba de manera extraña, como ustedes cuando eran niñas y cruzaban los pasos uno frente al otro a riesgo de tropezar y caer de frente. Ahora que lo digo, ello habría sido fatal si consideras que todo el tiempo lo hizo con los brazos montados por encima de su pecho. Pensé que de haber sido su padre le habría exhortado a caminar como es debido, pero naturalmente no era, ni sería el caso. Ella, pasando por alto mis nervios, siguió haciéndolo como retando a su fortuna. Fue y vino con la barbilla clavada sobre la garganta, al tiempo que dejaba escapar la estela de su respiración a cada paso. Entonces dejé de lado su presencia por unos instantes. Caminé por el costado del estanque en busca del ángulo idóneo para hacer esta foto. Cuando por fin lo encontré, ella estaba frente a mis ojos observando cómo es que montaba la cámara en el tripié para elegir el encuadre. Sin mediar palabra, volteó sobre su hombro y calculó el enfoque. Lo aprobó con una sutil sonrisa y decidió, como eligiendo la travesura del día, que quería ser parte del retrato. Disimuladamente caminó unos pasos hacia su izquierda y se asumió parte insalvable del escenario. Su belleza para nada desentonaba con la toma, así que hice como que no pasaba nada, aunque en principio mi idea era solo destacar la belleza del palacio. En las primeras fotos, las de prueba, ella salió de frente. En algún lugar deben estar esas fotografías. Si algún día la curiosidad te colma, búscalas que en ellas podrás ver su rostro. Al final, sin que yo tuviera que decirle algo, asumió que lo mejor sería salir de espaldas, como si se estuviera alejando en una caminata casual, pero sin pasar por alto su estilo particular y arriesgado. Flaco favor me hizo. Es precisamente ese detalle, ese aire ordinario que tal decisión le dio, lo que más me agrada de esta estampa. Pero no te dejes engañar por lo que ves. En realidad ella no estaba caminando; estaba detenida. De todos solo ella posó intencionalmente para la foto. La chica, por cierto, se llama Baena. Es andaluza y como yo iba de paso por Madrid buscando olvido. Lo supe porque horas después me contó su historia mientras nos guarecíamos de la lluvia tomando un café en la Torrenostra. No lo sabes, pero después del mediodía aquel jueves llovió toda la tarde.
Ya te dije que la foto se tomó en otoño, ¿cierto?
Bueno, hijita, pues ahora que lo sabes te pido me ayudes mandándola a enmarcar. Cuando esté lista encárgate de que la coloquen en una de las paredes de mi estudio. También te pido que te aprendas todo cuanto te he dicho y te he explicado. Si lo crees necesario, escríbelo para que no olvides ningún detalle. Por favor, no vayas a confiar solo en tu memoria. Yo sé lo que te digo. Guárdala en un lugar seguro y de ser posible replícala en tu alma. Mira que algún día te pediré me la cuentes. No sé cuándo sea eso. Algún día será, eso es un hecho, pues ahora tú y yo sabemos que pronto habré de olvidarlo todo.
Wow! Wow! Admiro la
Facilidad con la q relatas tus vivencias, debo aceptar que no
Tengo bien definido q es lo q mas me gusta leer, pero este tipo de lectura me hace transportarme y casi casi vivirlo!! Me atrapo! Gracias
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Muchísimas gracias.
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