Ocurrió en París.

Van cuatro veces que te anudas la corbata y en el reflejo no hallas la simetría que complazca tu mirada. Quizá sea que el espejo no ayuda mucho. Ayer, cuando te cepillabas los dientes, te diste cuenta de que era más pequeño y que estaba colgado por arriba del que tienes en casa. También, echando un ojo a la parte de atrás, descubriste que tiene una inclinación rara que, sin duda, de algún modo hace que las imágenes, tú en este caso, se vean distintas. O quizá, lo más probable, es que seas tú. Debes admitirlo, nunca has sido muy dado a dormir en camas que no sean las tuyas; y cuando debes hacerlo, la primera noche cuando menos, la pasas realmente mal.

Quinto intento y la corbata, te reprochas, no da de sí. Respiras hondo; tratas de consolarte pensando que nunca antes te había pasado y que siempre hay una primera vez. La verdad, esa que sin doler llega a ser puntillosamente incómoda, es que no es así. Cada mañana, sea en casa o donde sea, sueles tener líos con las corbatas, solo que tan pronto lo resuelves lo olvidas en la justa medida en que tus obsesivas expectativas quedan satisfechas. Mírate, ya estás sudando; señal de que el agobio te va llevando a perder la calma.

Decides hacer una pausa. Con la corbata colgando sobre los hombros, te retiras del espejo y caminas hacia la mesa de trabajo para echar un ojo a los teléfonos y a la computadora. Es un acto mecánico. Digamos, un reflejo. Buscas quizá algún correo de esos que llegan en las madrugadas. Tienes un presentimiento, pero con todo y eso, de momento no encontrarás nada. Nada nuevo, quiero decir. Por si no lo recuerdas, ya habías hecho esa revisión rutinaria de menos un par de veces, y de entonces para acá, habida cuenta de la diferencia de horarios, es difícil pensar que algo haya ocurrido. A modo de evasión, bebes un poco de café recién hecho y repasas mentalmente la agenda del día: desayuno a las siete, reunión a las diez, revisión de discursos a las doce, cita en el aeropuerto a las cuatro, conferencia de prensa a las cinco y una reunión más, tan pronto acabe la conferencia. Si te es posible, saldrás al caer la noche a caminar un poco para despejar la mente. Desde hace tiempo anhelas pasar por debajo del Pont de la Concorde, donde te has imaginado muchas historias que aún no escribes. No quiero ser aguafiestas, pero me temo que lo de la caminata quedará en meras intenciones. No me malinterpretes. Sucede que desde que aceptaste este trabajo la cruda realidad es que no eres más dueño de tus tiempos. Vives para lo que se debe hacer, que lo que se quiere, lo que realmente te gusta, importa poco menos que un comino. Das otro sorbo al café. No te adentras en el dilema absurdo de si es un buen o mal café. Es café y con eso, a estas horas del amanecer, basta. Bendito sea, piensas, aquel a quien se le ocurrió dotar los cuartos de hotel con sus propias cafeteras.

Quisieras relajarte, pero aún queda por resolver el tema de la corbata. Te incorporas decidido de la mesa de trabajo y pones un poco de música. Roberta Gambarini está bien. Tarareas la melodía que ella interpreta y la imaginas allí contigo. Aprovechas para limpiar el sudor de tu frente con la toalla que húmeda habías dejado sobre la cama y vuelves en tu camino hacia el espejo. Te paras de frente. Haces por enderezarle un poco buscando el ángulo idóneo para el reflejo. Listo. Das dos pasos para atrás y tomas la corbata entre tus manos y avanzas. Cruce frontal, giro, parte ancha de atrás hacia adelante con caída a la izquierda; nuevo pase por atrás, aprietas el nudo primario y justo cuando vas a envolverlo, suena uno de los teléfonos que siempre llevas contigo. Conoces el timbre y la piel se eriza. No se trata de tu teléfono personal, ni del de trabajo ordinario, sino del que porta la línea directa, el teléfono rojo como siempre se le llama; y todos sabemos que ese solamente suena cuando algo ha ocurrido. Dejas a medias el nudo y corres nuevamente a la mesa. Acallas a golpe de tecla a Roberta, quien, seguro, sabrá comprender. Respondes la llamada. Del otro lado de la línea una voz profunda y misteriosa te informa e instruye al mismo tiempo: -El Presidente va en camino. Se fugó el preso 20. Invéntate algo. Llegando el Jefe va a dar una conferencia especial y después hay reunión con él para el caso. Ármate una historia. Manda algo tan pronto lo tengas.- Se corta la llamada. El dueño de esa voz supone que ya sabes lo que hay que hacer y tú, enmudecido, quieres creer lo mismo.

Lo que son las cosas, de un solo golpe la agenda del día y el discurso que preparaste ayer se han ido por la borda. Así de rápido ya sirven para nada y hay que arrancar de cero a las seis con quince de la mañana. Desanudas la corbata y la arrojas a la cama. Ha caído justo a un lado de la toalla con la que otra vez secas los sudores que escurren por tu cara.

Piensa rápido, del otro lado del Atlántico hay gente esperando de tu talento. No sabes por dónde empezar. No sabes qué decir. Así no es como trabaja la inspiración. Repentinamente, la imagen del Pont de la Concorde viene a tu memoria. Te imaginas caminando y en el interior de tus párpados se dibujan los ladrillos marcados por la humedad del río y hasta tu nariz llega ese aroma que supones es a sol, noche y agua combinados. Un túnel, te dices. Se fugó por un túnel. Así, a golpe de suspiro, llegó a ti la historia que esperabas. Cierras los ojos y comienzas a esbozarla. Te desabotonas la camisa y caminas hasta la ventana para recorrer las cortinas. Eres afortunado: dejaste de escribir libros porque nadie te leía y hoy, gracias a las circunstancias, todo el mundo hablará a partir de una de tus creaciones más espontáneas. Seguro, nada de malo tendría si así lo piensas, hoy es el mejor día de tu vida. Después de todo, quién más puede presumir que espera al presidente en París, mientras le escribe una historia que amablemente él mismo va a promocionar con ahínco durante los próximos días. Nadie.

Amanece. Los primeros rayos del sol despuntan sobre el cielo parisino. Desde tu ventana se mira majestuosa la torre Eiffel y en México las primeras versiones de la evasión comienzan a circular por las redes sociales. –Parece ser que se escapó por un túnel-, dicen los mensajes sin dar más detalles.

Tranquilos todos. De esos, de los detalles, ya se está encargando mi amigo el escritor. Pronto tendremos más información.

4 comentarios en “Ocurrió en París.

  1. Típico…o pasa con la corbata o me ha pasado con cualquier prenda que no me pareció q se veía como alguna ves anterior q se yo…al final nada está escrito, todo puede cambiar de un momento a otro y te diste cuenta q lo q tenías Planeado no funcionó…y Notas esa OBSESIVA manía de querer tener todo bajo control y q si las
    Cosas no salen como las
    Planeaste sueles pensar q no saldrán… obsesivamente perfeccionista!

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    1. Muchas gracias por el comentario. En efecto, todo indica que esa corbata dio más problemas de lo que nuestro amigo hubiese querido. Sin embargo, la corbata y esa obsesión controladora que tal cosa implica, pierden relevancia apenas surge algo que le inspira y motiva a centrar su atención. Al final, siempre lo he dicho, la,vida y sus cosas son mucho de inspiración.

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